martes, 7 de agosto de 2012

SANTO DOMINGO DE GUZMAN

8 de agosto
 

(T 1221)
 
Naci en Caleruega (Burgos), a fines de 1171. Su padre se llamaba Felix de Guzman, "venerable y ricohombre entre todos los de su pueblo".
Y era de los nobles que acompañaban al rey en todas sus guerras contra los moros. Y muy emparentado con la nobleza de entonces. Su madre, la Beata Juana de Aza, era la verdadera señora de Caleruega, cuyo territorio pertenecia a los Aza por derecho de behetra. Mujer verdaderamente extraordinaria, era querida y respetada por todos, muy caritativa, sinceramente piadosa y siempre dispuesta a sacrificarse por la Iglesia y por los pobres. De ella recibio Domingo su educacion primera.
Hacia los seis años fue entregado a un t�o suyo, arcipreste, para su educaci�n literaria. Y hacia los catorce fue enviado al Estudio General de Palencia, el primero y m�s famoso de toda esa parte de Espa�a, y en el que se estudiaban artes liberales, es decir, todas las ciencias humanas, y sagrada teolog�a. A esta �ltima se dedic� Domingo con tanto ardor que aun las noches las pasaba en la oraci�n y el estudio sobre todo de las Sagradas Escrituras y de los Santos Padres. Sobre estos textos sagrados iba �l organizando en sus cuadernos una s�ntesis ordenada de toda la doctrina teol�gica.
Viv�a solo, con su peque�o mobiliario y sus libros. Y as� pod�a distribuir mejor su tiempo en el d�a y en la noche. Para mayor mortificaci�n suprimi� el vino, que en su casa tomaba. Suprimir el sue�o para estudiar no era para �l mortificaci�n, sino gozo, pues la doctrina sagrada le embelesaba. Por eso su estudio ten�a tanto de oraci�n y de meditaci�n como de estudio propiamente dicho. Ten�a fama de vivir tan recogido, que m�s bien parec�a un viejo que un joven de dieciocho o veinte Su vida anterior le hab�a preparado para ello, tanto en su propia casa como en la de su t�o el arcipreste.
Por aquellos tiempos de guerras casi continuas con los moros y entre los mismos pr�ncipes cristianos, con arrasamientos de campos, de pueblos y ciudades, con dificultades enormes para traer de fuera lo que en un pueblo o en una regi�n faltaba, eran, como no pod�a por menos de suceder, frecuentes las hambres, y en ciertos momentos espantosas. Por toda la regi�n de Palencia se extendi� una de esas hambres terribles que llevaban a la muerte muchas gentes. Domingo convirti� su cuarto en una Limosna, como entonces se dec�a, o sea en un lugar donde se daba todo lo que hab�a y todo lo que se pod�a alcanzar. Y, claro est�, en esa su habitaci�n no quedaron bien pronto m�s que las paredes. �Ah! Y los libros en que Santo Domingo estudiaba, su m�s preciado tesoro. Tan preciado, que de ellos pod�a depender su porvenir. No hab�a entonces librer�as para comprarlos; hab�a que copiarlos o hacerlos copiar; y de estas dos clases eran los libros de Domingo. Pero, adem�s, esos libros suyos estaban llenos de anotaciones y res�menes dictados por �l mismo. Labor, como se ve, de dinero y de trabajo, nada f�cil de realizar. �Y c�mo duele desprenderse de un manuscrito propio �al que se tiene mas cari�o que a un hijo� para nunca m�s volverlo o ver!... 
Pues cuando a estos libros de Domingo les lleg� su vez, ah� est� ese tesoro suyo del alma para venderse tambi�n. �Que el coraz�n se le desgarra al venderlos? "Pero, �c�mo podr� yo seguir estudiando en pieles muertas (pergaminos), cuando hermanos m�os en carne viva se mueren de hambre?" Esta fue la exclamaci�n de Domingo a los que le reprochaban aquella venta. Y bien vale la exclamaci�n por toda una epopeya. Pero hay todav�a m�s: Domingo vendi� cuanto ten�a. Pero, �y las palabras del Se�or: "Amaos como Yo os he amado?" �Y no quiso el mismo Cristo ser vendido por nosotros y para nuestro bien? A la Limosna, que Domingo hab�a establecido en su propia habitaci�n, llega un d�a una mujer llorando amargamente y diciendo: "Mi hermano ha ca�do prisionero de los moros". A Domingo no le queda ya nada que dar sino a s� mismo, Pues bien; ah� est� �l; ir� a venderse como esclavo para rescatar al desgraciado por el cual se le rogaba.
Estos actos de Domingo conmovieron a Palencia; y entre estudiantes y profesores se produjo tal movimiento de piedad y caridad que se hizo innecesario vender libros ni vender personas, sino que de las arcas, en que se hallaba escondido, sali� en seguida dinero suficiente para todo. Y hasta salieron de aqu� algunos que luego, al fundar Domingo su Orden, le siguieron, consagr�ndose a Dios hasta la muerte. Y no s�lo por Palencia corri� la voz de estos hechos, sino por todo el reino de Castilla, dando lugar a que el obispo de Osma, don Mart�n Baz�n, que andaba buscando hombres notables para su Cabildo, viniese a Domingo, rog�ndole que aceptase en su catedral una canonj�a.
  La aceptaci�n de esta canonj�a supon�a para Domingo un paso decisivo hacia el ideal de vida apost�lica con que so�aba. Estos Cabildos regulares bajo la regla de San Agust�n, fundados durante el �ltimo siglo con esp�ritu religioso y ansias de perfecci�n, con vida com�n y pobreza personal voluntaria, eran verdaderas comunidades religiosas, aunque en los �ltimos tiempos hab�an deca�do mucho. El obispo de Osma, en cosa de seis a�os, tuvo que sustituir a nueve de sus doce can�nigos por inobservantes. Por eso buscaba santos, como el joven Domingo, para sustituirlos. Y fue tan honda la reforma de este Cabildo, que persever� en su vida de perfecci�n hasta fines del siglo XV, en que todos los Cabildos de Espa�a se hab�an ya secularizado. Ten�a Domingo unos veinticuatro a�os cuando acept� esa canonj�a. Y poco despu�s, al cumplir la edad can�nica de veinticinco, fue ordenado sacerdote.
  Desde el primer momento el can�nigo Domingo comenz� a brillar por su santidad y ser modelo de todas las virtudes; el �ltimo siempre en reclamar honores, que aborrec�a, y el primero para cuanto significaba humillaciones y trabajos. Su virtud atra�a. Y, como de �l se dijo en su vida de apostolado, nadie se acercaba a �l que no se sintiese dulce y suavemente atra�do hacia la virtud. Era entonces prior del Cabildo don Diego de Acevedo, elemento importante de esta reforma y sucesor del obispo don Mart�n a su muerte en 1201. A Domingo debieron elegirle subprior sus compa�eros apenas le hicieron can�nigo, pues como tal subprior aparece bastante antes de la muerte del obispo Baz�n. En 1199 aparece tambi�n, como sacrist�n del Cabildo, es decir, director del culto de la catedral. Estos dos cargos obligaron a Domingo a darse m�s de lleno al apostolado y ser modelo de perfecci�n en todo.
  A diferencia de los antiguos monjes, que alternaban la oraci�n con el trabajo manual, los can�nigos regulares deb�an dedicarse m�s de lleno que a la vida contemplativa, al culto divino y a los sagrados ministerios; a �stos, sobre todo, los que para ellos eran especialmente dedicados. Domingo, pues, como subprior del Cabildo y como sacrist�n, tendr�a a su cargo la ense�anza de la religi�n, que en la catedral se daba; la predicaci�n no s�lo en la catedral, sino tambi�n en otras iglesias que del Cabildo depend�an, bautizar, confesar, dar la comuni�n, dirigir el culto, etc., todo ello junto con una vida de apartamiento del mundo y de pobreza voluntaria, teni�ndolo todo en com�n a imitaci�n de los ap�stoles.
  El rey Alfonso VIII hab�a encargado al obispo de Osma, don Diego de Acevedo, en 1203, la misi�n de dirigirse a Dinamarca a pedir para su hijo Fernando, de trece a�os, la mano de una dama noble. El obispo acept�. Y por compa�ero espiritual de viaje escogi� a Domingo, subprior suyo, dirigi�ndose con �l por Zaragoza a Tolosa de Francia. Pero all� observaron que toda esta regi�n, y aun, al parecer, toda Francia, Flandes, Renania, y hasta Inglaterra y Lombard�a, estaban, grandemente infectadas de perniciosas herej�as. Los c�taros, los valdenses o pobres de Ly�n, y otras herej�as procedentes del manique�smo oriental, lo llenaban todo. Ten�an hasta obispos propios. Y hasta llegaron a celebrar un concilio, presidido por un tal Nicetas, que se dec�a papa, venido de Constantinopla. Los poderes civiles, en general, de manera m�s o menos solapada, les favorec�an. Su aspecto exterior era de lo m�s austero: vest�an de negro, practicaban la continencia absoluta y se absten�an de carnes y lacticinios. Negaban todos los dogmas cat�licos, la unicidad de Dios, la redenci�n por la cruz de Cristo, los sacramentos, etc., etc. Con la afirmaci�n de dos dioses, uno bueno y otro malo, su religi�n ven�a a ser solamente una actitud pesimista frente a la vida, de la cual hab�a que librarse por esa austeridad y mortificaciones con las que deslumbraban a las muchedumbres.
  Desde San Bernardo, sobre todo, se ven�a luchando contra ellos sin conseguir apenas resultado alguno. En esta zona de Francia se les llamaba albigenses, por tener en la ciudad de Albi uno de sus centros principales. Providencialmente la misma primera noche de su estancia en Tolosa tuvo Domingo ocasi�n de encontrarse cara a cara con uno de ellos, su propio hu�sped, quedando horrorizado. Le pidi� raz�n de sus errores, y el hereje se defendi� como pudo. Y as� la noche entera. Hasta que, al fin, el hereje, profundamente impresionado por el amor y la ternura con que le hablaba Domingo, reconoci� sus propios errores y abandon� la herej�a. A la ma�ana siguiente Acevedo y Domingo continuaron su viaje a Dinamarca, donde cumplieron bien su misi�n, aunque el matrimonio, concertado as� por poder o por procurador, no lleg� jam�s a consumarse, a pesar de un segundo viaje hecho en 1205 por los mismos dos embajadores. Los cuales hab�an descubierto al norte de Europa un mundo no ya de herejes, sino de paganos, con mucho mayores dificultades para su evangelizaci�n, mundo que ya no se borrar� jam�s de su alma.
  Vueltos Acevedo y Domingo a Provenza, y conociendo m�s y m�s los estragos de la herej�a, que todo lo iba dominando, pues se serv�a de toda clase de armas, la calumnia, el incendio, el asesinato..., decidieron quedarse all�. La lucha entre herejes y cat�licos era sumamente desigual. Pues, adem�s de que los herejes no reparaban en medios, ten�an bandas de predicadores que iban por todas partes propagando su doctrina. Por parte de los cat�licos, en cambio, s�lo pod�an predicar los obispos o algunos delegados suyos; y algunos, muchos menos, delegados del Papa, pero siempre, y en todo caso, con misiones muy concretas de tiempos y lugares. Adem�s, los herejes apenas ten�an otros dogmas que negaciones. Pero, en cambio, alardeaban de practicar a la perfecci�n la moral evang�lica y acusaban a la Iglesia de no practicar nada de lo que ense�aba. Para esto se fijaban, sobre todo, en la forma como ven�an a predicarles los legados pontificios, que sol�an venir con grande pompa y boato, por creer que lo contrario hacia desmerecer su autoridad.
  En el seno de la Iglesia hac�a un siglo que se ven�an haciendo reformas en Cabildos catedrales, como hemos visto, y en Ordenes religiosas, como la de Cluny, la del Cister y otras. Pero estas reformas no siempre lograban, mantenerse en el primer fervor y con frecuencia fracasaban por completo, a poco de haberse iniciado.
  Adem�s, estas comunidades, por mucha perfecci�n que practicasen, viv�an separadas del pueblo, mientras que los herejes viv�an con el mezclad�simos. Por otra parte, al pueblo suelen preocuparle menos los dogmas que la moral, y cree siempre m�s en las obras que en las palabras. Cuando el obispo de Osma y el subprior llegaron a darse cuenta por completo de la situaci�n, comenzaron a advertir al Papa que no era nada a prop�sito para combatir a los herejes presentarse como sus legados se presentaban. Entre aquella inmensa corrupci�n, que lo inundaba todo, comenzaban a sentirse por doquier ansias de verdadera vida evang�lica, y se hac�a cada vez m�s claro que para conquistar al mundo, tan extraviado y corrompido, hab�a que volver al modo de predicar y de vivir que los mismos ap�stoles practicaron.
  En la primavera de 1207 hubo un encuentro en Montpellier entre algunos legados cistercienses del Papa, por una parte, y el obispo de Osma y Domingo, por otra, sobre el sistema a seguir en la lucha contra los herejes. El de Osma renunci� a todo su boato episcopal para abrazar con Domingo la vida estrictamente apost�lica, viviendo de limosnas, que diariamente mendigaban, renunciando a toda comodidad, caminando, a pie y descalzos, sin casa ni habitaci�n propia en la que retirarse a descansar, sin m�s ropa que la puesta, etc., etc. Domingo por ese tiempo ya no quer�a que le llamasen subprior ni can�nigo, sino tan s�lo fray Domingo, y su obispo se hab�a adaptado tambi�n perfectamente a esta pobreza de vida.
  Con estas cosas el aspecto de la lucha contra los herejes fue cambiando m�s y m�s a favor de los cat�licos. Los misioneros papales aumentaron notablemente en cantidad y calidad, llevando una vida enteramente apost�lica y reparti�ndose por toda la regi�n en torno a ciertos centros escogidos. Domingo se qued� en un lugarcito llamado Prulla, cerca de Fangeau, junto a una ermita de la Virgen y algunas pocas viviendas, pero con buenas comunicaciones. Era ya predicador pontificio y delegado del Papa para dar certificados de reconciliaci�n con el sello de toda la Empresa Misional. Este sello conten�a solamente la palabra Predicaci�n. Al jefe de la misi�n, en este caso a Domingo, se le llamaba magister praedicationis. Se fundaron no pocos de estos centros; pero como el personal de la misi�n, en general, era temporero, a los pocos meses comenzaron a cansarse y se fueron a sus abad�as, quedando en pie solamente el centro de Prulla, que dirig�a y sosten�a Domingo.  Por este mismo tiempo comenz� Domingo a reunir en Prulla un grupo de damas convertidas de la herej�a, a las que �l fue dando poco a poco algunas normas y reglas de vida, que m�s tarde se convirtieron en verdaderas constituciones religiosas, calcadas sobre las mismas de los dominicos. Y habi�ndose ido a sus abad�as los abades cistercienses que formaban el grupo principal de la misi�n; habi�ndose ido, por otra parte, a Osma don Diego de Acevedo para arreglar sus asuntos y volver a Francia, cosa que no pudo realizar por sorprenderle la muerte; habiendo sido asesinado el principal legado del Papa y director de aquella gran misi�n, las cosas cambiaron s�bitamente, y Domingo, cuando m�s ayudas necesitaba, se qued� solo. El asesinato de Pedro de Castelnau se atribuy� al conde de Tolosa, por lo cual �ste fue excomulgado, el Papa exoner� a sus s�bditos de la obediencia debida y promovi� contra �l una cruzada, capitaneada por Sim�n de Montfort, que marca uno de los per�odos m�s sangrientos y dif�ciles de toda esta �poca.
  Domingo no era partidario de estos procedimientos; para defender la religi�n no aceptaba otras armas que los buenos ejemplos, la predicaci�n y la doctrina; por lo cual, cuando toda aquella regi�n era el escenario de una guerra de las m�s sangrientas, �l se recluy� en Prulla, para sostener all�, cuando menos, un grupito de compa�eros, que ya ten�a, y otro grupo mayor de mujeres convertidas, base del convento de monjas que all� se estaba formando. En 1212 quisieron hacerle obispo de Cominges; pero �l rehus� humildemente, alegando que no pod�a abandonar la formaci�n de esta doble comunidad, en edad tan tierna todav�a.
  En 1213, calmada un poco la guerra, aparece Domingo predicando la Cuaresma en Carcasona. En esta ciudad, emporio de la herej�a, peligraba hasta la vida de los predicadores; se les escup�a, se les tiraba piedras y barro, se les dirig�a toda clase de insultos y calumnias; y precisamente por eso Domingo ten�a a esta ciudad un especial cari�o. El obispo le nombr� vicario suyo in spiritualibus, es decir, en cuanto a la predicaci�n, al confesonario, a la reconciliaci�n de herejes, etc., pero no en causas judiciales o administrativas. Al a�o siguiente le nombr� capell�n suyo, es decir p�rroco en Fangeaux (25 de mayo de 1214). En 1215 el arzobispo Auch, con el voto un�nime de sus can�nigos, quiso hacerle obispo de Conserans, di�cesis sufrag�nea suya. Domingo vuelve a resistirse con invencible tenacidad.
  Estando en Fangeaux una noche en oraci�n, parece haber tenido una revelaci�n especial, de la cual, como es natural, no queda documento fehaciente; queda solamente un monumentito de tiempo posterior llamado Seignadou. Y all� parece haber tenido el Santo cierta visi�n que le impresion� grandemente. �La revelaci�n del rosario? Los santos nunca suelen sacar al p�blico estos secretos. Entrar con m�s detalles en esto de la fundaci�n del rosario no es cosa nuestra. La tradici�n, un�nime hasta tiempos muy recientes, avalada por gran multitud de documentos pontificios y con multitud de argumentos de toda clase, a Santo Domingo atribuye la fundaci�n del rosario.
  Desde 1214 vuelve Domingo a sus continuas andanzas de predicaci�n y apostolado, y en plan verdaderamente apost�lico. Los testigos del proceso de su canonizaci�n nos ofrecen datos abundant�simos. Nunca iba solo, sino con un compa�ero por lo menos, pues Jesucristo enviaba a sus disc�pulos a predicar de dos en dos. Sol�a llevar consigo un bast�n con un palito atravesado en lo alto, como empu�adura. Uno de estos bastones se conserva todav�a en Bolonia. Ninguna clase de equipaje ni bolsillos ni alforjas, sino tan s�lo, en la �nica t�nica remendada y pobr�sima con que se cubr�a, una especie de repliegue sobre el cintur�n, en el que llevaba el Evangelio de San Mateo, las Ep�stolas de San Pablo y una navajita sin punta, sin duda para cortar el pan duro que pidiendo de puerta en puerta le daban. Iba ce�ido con una correa, a estilo de los can�nigos de San Agust�n a que pertenec�a.
  Caminaba siempre descalzo. Lo cual dio lugar a que un hereje se le ofreciese en cierta ocasi�n como gu�a para conducirle a un lugar desconocido, en que ten�a que predicar. Lo llev� por los sitios m�s malos, llenos de piedras y espinos, de modo que al poco rato Domingo y su compa�ero llevaban los pies deshechos y ensangrentados. Domingo entonces comenz� a dar gracias a Dios y al gu�a, porque con aquel sacrificio, dec�a, era bien seguro que su predicaci�n producir�a gran fruto. Y as� fue, porque hasta el mismo gu�a se convirti�.
  En los caminos iba siempre hablando de Dios y predicando a los compa�eros de viaje. Y cuando esto no era posible se separaba del grupo y comenzaba a cantar himnos y c�nticos religiosos. Cuando el concilio de Montpellier, para diferenciarles de los herejes, prohibi� a los predicadores cat�licos ir descalzos, Santo Domingo llevaba sus zapatos al hombro y s�lo se los pon�a al entrar en pueblos y ciudades. Ninguna defensa llevaba en sus viajes contra el sol, aun en lo m�s ardiente del verano, ni contra la lluvia o la nieve. Y cuando llegaba a un pueblo con su t�nica de lana empapad�sima y le invitaban a que, como todos los dem�s, se acercase al fuego para secarse, �l se disculpaba amablemente y�ndose a rezar a la iglesia. A consecuencia de lo cual sol�a estar lleno de dolores, en los que se gozaba. Sus mortificaciones eran continuas e inexorables. Su camisa estaba tejida con �speras crines de cola de buey o de caballo, como declaran en su proceso las se�oras que se la preparaban. Por debajo de ella ten�a otros cilicios de hierro y, fuertemente ce�ida a la cintura, una cadena del mismo metal, que no se quit� hasta su muerte. Con cadenillas de hierro tambi�n se disciplinaba todas las noches varias veces. No tuvo lecho jam�s, y, cuando en sus viajes se lo pon�an, lo dejaba siempre intacto, durmiendo en el suelo y sin utilizar siquiera una manta para cubrirse, aun en tiempos de mucho fr�o. En los conventos ni celda siquiera ten�a, pasando la noche en la iglesia en oraci�n en diversas formas, de rodillas, en pie, con los brazos en cruz o tendido en venia a todo lo largo. Para morir tuvieron que llevarle a una celda prestada. Parc�simo en el comer, ayunaba siempre en las cuaresmas a s�lo pan y agua.
  Jam�s tuvo miedo a las amenazas que los herejes continuamente le dirig�an. El camino que desciende a Prulla desde Fangeaux era muy a prop�sito para emboscadas y asaltos. Y, sin embargo, casi a diario lo recorr�a Domingo bien entrada la noche. Un d�a unos sicarios, comprados por los herejes, le esperaban para matarle. Mas providencialmente aquel d�a no pas� por all� el siervo de Dios. Y, habi�ndole encontrado tiempo m�s tarde, le dijeron que qu� hubiera hecho de haber ca�do en sus manos, a lo cual Domingo les respondi�: "Os hubiera rogado que no me mataseis de un solo golpe, sino poco a poco, para que fuese m�s largo mi martirio; que fuerais cortando en pedacitos mi cuerpo y que luego me dejaseis morir as� lentamente, hasta desangrarme del todo". �Qu� grandeza! �Que amor a la cruz y al que en ella quiso por nosotros morir!
  Dejemos a Domingo seguir en sus ininterrumpidas predicaciones. Por el mes de abril dos importantes caballeros de Tolosa se le ofrecieron a Domingo para seguirle, no como los dem�s disc�pulos que le acompa�aban, sino incorpor�ndose plenamente con �l, con un juramento o voto de fidelidad y de obediencia. Uno de ellos, Pedro Seila, iba a heredar de su padre tres casas en la ciudad de Tolosa, y de aqu� sali� la primera fundaci�n de dominicos, pues antes del a�o estaban las tres llenas de gente. El obispo, al aprobarles la fundaci�n, hab�a declarado a Domingo y a sus compa�eros vicarios suyos en orden a la predicaci�n, y esto en forma permanente y sin especial nombramiento, cosa hasta entonces completamente desconocida en la historia de la Iglesia. Como no podemos seguir paso a paso esta historia, baste recordar que, cuando, en vez del obispo, sea el Papa el que tome una determinaci�n parecida en orden a Domingo y sus compa�eros, la Orden de Predicadores quedar� fundada. Los compa�eros de Domingo eran todos cl�rigos y vest�an, como �l, t�nica blanca, como los can�nigos de San Agust�n. Y Domingo se preocup� inmediatamente de buscarles un doctor en teolog�a que les pusiera clase diaria, a fin de prepararles para la predicaci�n. Primero doctores y luego predicadores.
  Por el mes de noviembre de 1215 celebr�se en Roma el IV Concilio de Letr�n, el m�s importante acaso de la Edad Media. En este concilio, canon 13, se prohibi� la fundaci�n de nuevas Ordenes religiosas. �Qu� ser�a de la reci�n nacida, aunque a�n no confirmada por Roma, Orden de Predicadores? El Papa, sin embargo, declar�, como ampliaci�n de ese canon prohibitivo, que admitir�a fundaciones con tal de que se acogiesen a una de las antiguas reglas, completada en los detalles por especiales constituciones, para mejor adaptarlas a los tiempos. Esto lo dijo el mismo Inocencio III a Domingo, asegur�ndole que cuantas constituciones adicionales le propusiese �l se las confirmar�a. Pero, unos meses despu�s, muere el Papa y es elegido Honorio III. Domingo hab�a reunido a sus hijos el d�a de Pentecost�s de 1216 para redactar esas nuevas constituciones, que son a�n hoy la base de las constituciones de la Orden dominicana; pero, cuando quiso ir a Roma, para que el Papa cumpliese su palabra de confirm�rselas, el Papa era nuevo y se resist�a a prescindir de un canon del concilio para aprobar una Orden que con tantas novedades se presentaba. Sobre todo lo de la predicaci�n, como privilegio concedido a los dominicos s�lo por serlo, levantaba por todas partes una grande oposici�n. Hab�a tambi�n en esta nueva Orden otras novedades, por ejemplo, las constituciones hechas por Domingo, a diferencia de las de todas las Ordenes religiosas existentes, eran leyes meramente penales, pues no obligaban a culpa, sino a pena. Adem�s, la doctrina de las dispensas se cambiaba por completo. No s�lo se dispensaba una ley por no poder cumplirla, sino tambi�n cuando, aun pudiendo, estorbaba a otra ley o precepto de orden superior y m�s directamente conducente al fin �ltimo de la Orden, etc., etc.
  El Papa, sin embargo, quer�a y veneraba mucho a Domingo, y cuanto m�s le iba tratando m�s le veneraba y le quer�a. Y, al fin, despu�s de algunas vacilaciones y muchas consultas, dio su bula de 21 de enero de 1217, concedi�ndole a Domingo la confirmaci�n deseada. Y tan amigo de Domingo y protector de su Orden lleg� a ser que desde esa fecha hasta 1221, por agosto, en que Domingo expir�, le fueron dirigidos por el Papa sesenta documentos entre bulas, breves, ep�stolas, etc., llegando a eximirle de pagar los gastos que todos estos documentos deb�an pagar en la curia pontificia.
  Por este tiempo, estando Domingo en Roma, se le aparecieron una noche en oraci�n los ap�stoles San Pedro y San Pablo y, entreg�ndole un b�culo y un libro, le dijeron ambos a la vez: "Ve y predica". Esto lo refiri� el mismo Domingo m�s tarde a alguno de sus hijos, que lo transmiti� a la historia.
  Confirmada la Orden, volvi� Domingo a Francia, y el 15 de agosto de 1217 reuni� a sus diecis�is disc�pulos en Tolosa, para dispersarles por el mundo contra la opini�n de casi todos, incluso algunos obispos amigos. De estos diecis�is dominicos envi� siete a Par�s, d�ndoles por superior al �nico doctor con que hasta entonces contaba, fray Mateo de Francia, y poniendo, adem�s, entre ellos dos con fama de contemplativos, uno de �stos su propio hermano. A Espa�a envi� cuatro. Tres los dej� en Tolosa, y los otros dos se quedaron en Prulla, donde, adem�s de las monjas, hab�an comenzado a congregarse hac�a algunos a�os un grupito de disc�pulos. Poco tiempo m�s tarde envi� tambi�n religiosos a Bolonia, al lado de la otra universidad de fama mundial que entonces brillaba.
  En 1219 visit� Domingo su comunidad de Par�s, que ten�a ya m�s de treinta dominicos, varios de ellos ingresados en la Orden con el t�tulo de doctor. De este modo, no s�lo ten�an derecho a ense�ar, sino que pod�an hacerlo en su propia casa, que ya entonces estaba establecida en lo que fue despu�s, y vuelve a ser hoy, famos�simo convento de Saint Jacques. En Bolonia le sucedi� una cosa parecida, pues en 1220, por la acci�n del Beato Reginaldo, doctor tambi�n de Paris, y otros varios, que por �l hab�an ingresado, en la Orden, la universidad se encontraba en las m�s �ntimas relaciones con los dominicos. Podemos decir que tanto el convento de Par�s como el de Bolonia comenz� a ser desde el principio una especie de Colegio Mayor, o, a�n m�s, una secci�n de la misma universidad, incorporada a ella totalmente.
  En 1220 las herej�as de c�taros, albigenses, etc., se hab�an extendido much�simo por Italia, especialmente por la regi�n del norte. El papa Honorio III, para detener los progresos de la herej�a, determin� organizar una gran Misi�n. Pero, en vez de poner al frente de ella alg�n cardenal como legado suyo, o algunos abades cistercienses, encomend� la direcci�n a Domingo, no s�lo con facultad para declarar misioneros a cuantos quisiese de sus propios hijos, sino tambi�n para reclutar misioneros entre los mismos cistercienses, benedictinos, agustinos, etc. Esto era una novedad que, aunque presentida, llam� mucho la atenci�n. Seguir las peripecias de esta gran misi�n nos es absolutamente imposible. Domingo acab� en ella de agotar sus fuerzas por completo. Ven�a padeciendo mucho de varias enfermedades, sin querer cuidarse lo m�s m�nimo ni dejar de predicar un solo d�a muchas veces y a todas horas.
  El d�a 28 de julio por la noche lleg� a su convento de Bolonia verdaderamente deshecho y casi moribundo. Pero no quiso celda ni lecho, sino que, como de costumbre, despu�s de predicar a los novicios, se fue a la iglesia a pasar la noche en oraci�n. El 1 de agosto no pudo levantarse del suelo ni tenerse en pie, y por primera vez en su vida acept� que le pusieran un colch�n de lana en el extremo del dormitorio, y poco despu�s en una celda, que le dejaron prestada, pues en la Orden no hubo nunca dormitorios corridos, sino celditas, en las que cab�a un colch�n de paja �de lana para los enfermos� y un pupitre para estudiar y escribir. La intensidad de la fiebre le transpone a ratos. Otras veces toma aspecto como de estar en contemplaci�n y otras mueve los labios rezando, otras pide que le lean algunos libros; jam�s se queja; cuando tiene alientos para ello habla de Dios, y la expresi�n de su rostro demacrado sigue siempre dulce y sonriente.
  El 6 de agosto habla a toda la comunidad del amor de las almas, de la humildad, de la pureza, condici�n necesaria para producir grande fruto. Despu�s hace confesi�n general con los doce padres m�s graves de la comunidad, que m�s tarde declararon no haber encontrado en �l ning�n pecado, sino muy leves faltas.
  Despu�s, ante la sospecha, que le sugirieron, de que quisieran llevar a otra parte su cuerpo, dijo: "Quiero ser enterrado bajo los pies de mis hermanos�. Y vi�ndoles a todos llorar, a�ad�a: "No llor�is, yo os ser� m�s �til y os alcanzar� mayores gracias despu�s de mi muerte". Y ante una s�plica del prior levant� las manos al cielo, diciendo: "Padre Santo, bien sabes que con todo mi coraz�n he procurado siempre hacer tu voluntad. He guardado y conservado a los que me diste. A Ti te los encomiendo: Cons�rvalos, guardalos". Y volvi�ndose a la comunidad, preparada para rezar las preces por los agonizantes, les dijo: "Comenzad". Y, al o�r: "Venid en su ayuda, santos de Dios", levant� las manos al cielo y expir�. Era el 6 de agosto de 1221, cuando no hab�a cumplido a�n cincuenta a�os. Ofici� en sus funerales el cardenal Hugolino, legado del Papa, al que hab�a de suceder bien, pronto, y que le hab�a de canonizar.
  Una de las monjas admitidas por �l en el convento de San Sixto, de Roma, hace de Domingo la siguiente descripci�n, confirmada por el dictamen t�cnico que sobre su esqueleto se dio en 1945, al abrir su sepultura, por temor de que fuese Bolonia bombardeada: "De estatura media, cuerpo delgado, rostro hermoso y ligeramente sonrosado, cabellos y barba tirando a rubios, ojos bellos. De su frente y cejas irradiaba una especie de claridad que atra�a el respeto y la simpat�a de todos. Se le ve�a siempre sonriente y alegre, a no ser cuando alguna aflicci�n del pr�jimo le impresionaba. Ten�a las manos largas y bellas. Y una voz grave, bella y sonora. No estuvo nunca calvo, sino que ten�a su corona de pelo bien completa, entreverada con algunos hilos blancos."
  Fue canonizado por Gregorio IX en 1234. Y sus restos descansan en la magn�fica bas�lica del convento de Predicadores de Bolonia, en una hermos�sima y art�stica capilla.
ALBINO GONZ�LEZ MEN�NDEZ-REIGADA, O. P.

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