19 de Septiembre
(†
305)
Hay
santos de los que es más fácil conocer la misión que les cabe ejercer desde
el cielo que la que cumplieron en la tierra.
En este caso están muchos de los
antiguos héroes cristianos, de los cuales la historia nos ha guardado muy poco,
la leyenda algo más, pero de los que la devoción popular, ancha como un río,
ha escrito secularmente su cometido de valedores e intercesores a favor de un
pueblo o una época de la cristiandad. La continua intervención sobrenatural de
San Jenaro en la vida de las gentes de Nápoles nos recuerda al Jesús clemente
y poderoso que acallaba las tempestades y se compadecía de las muchedumbres;
que vivía con los hombres y para los hombres y era oprimido a veces por las
avalanchas del fervor popular. Nápoles, uno de los pueblos más vivaces y
expresivistas de la tierra, asentado en esa maravilla que es la bahía
partenopea, tierna y alegre como un nido, ha vivido bajo la amenaza del Vesubio,
el siniestro volcán vecino, el monstruo nunca muerto, aunque con frecuencia
dormido o dormitante. Nápoles, cantora y jovial, donde la naturaleza es
exuberante y muelle, la temperatura maravillosa, la vida humana fácil y cómoda,
pertenece a esas ciudades cuya psicología ha sido moldeada por el secreto
terror a la desgracia, que siempre se cierne sobre ellas en la lontananza. Ante
los vestigios de las antiguas erupciones, ante el recuerdo de las ciudades
vecinas desaparecidas bajo la lava, ante el "respiro" periódico del
volcán que se corona con la clásica humareda o "fumata", era lógico
que Nápoles buscara —como Tebas— un exorcismo de sus zozobras. Nápoles es
una de las ciudades donde son más abundantes los "telesmata",
objetos mágicos que se enterraban al poner los fundamentos de las murallas o de
las primeras edificaciones. La leyenda virgiliana encierra también un
significado de protección de la ciudad. Nápoles cristiana encontró, por fin,
el verdadero símbolo y sacramento en la sangre del mártir San Jenaro. La
historia de la devoción a San Jenaro es la historia toda de Nápoles.
Es
rigurosamente histórico el martirio de San Jenaro, hacia el año 305, así como
que sus restos reposan en la catedral de Nápoles. San Jenaro era obispo de
Benevento, ciudad de la Campania, como Nápoles, cuando se desencadenó la
persecución de Diocleciano, la última que sufrió la Iglesia antes de la paz
de Constantino. Pertenece, pues, San Jenaro a la misma "promoción"
martirial que San Vicente, Santa Eulalia, San Severo, Santa Engracia y los
"innumerables mártires de Zaragoza". Refiere la tradición que San
Jenaro fue reconocido y apresado por los soldados del gobernador de Campania
cuando se dirigía a la cárcel a visitar a los cristianos en ella detenidos.
Según la misma tradición, Jenaro y sus compañeros habrían sido arrojados a
un horno encendido del que salieron milagrosamente ilesos. De todos modos,
pronto fueron conducidos a Puzol (Puteoli,
en latín; Pozzuoli, en italiano), la
primera tierra italiana que pisara San Pablo camino de Roma, y donde había
desde antiguo una crecida comunidad cristiana. Refiérese que en el anfiteatro
de esta ciudad fueron expuestos a las fieras, que, como anteriormente las
llamas, también respetaron a los cristianos. El gobernador ordenó finalmente
que fueran degollados. Eran los mártires, además del obispo Jenaro, los diáconos
Sosio, Próculo y Festo; Desiderio, que había recibido el orden del lectorado,
y Eutiquio y Acucio.
La
leyenda cuenta que un anciano había pedido al obispo antes del martirio un
recuerdo y que al día siguiente San Jenaro se le apareció ofreciéndole un
lienzo ensangrentado: el pañuelo con que los verdugos solían vendar los ojos
de las víctimas antes de descargar el golpe. Los cristianos recogieron, como
tenían por costumbre, un poco de la sangre de los mártires para colocarla en
unas ampollas o anforitas de cristal ante la tumba de éstos. Se sabe que los
restos de San Jenaro recibieron sepultura primero en Puzol, en el Campo de
Marte. Luego en Nápoles, y aquí, en las catacumbas (que después fueron
designadas con el nombre del Santo) hay, documentos arqueológicos que
atestiguan la existencia de una devoción antiquísima y singular. Entre ellos
está la pintura de San Jenaro, que data del siglo V, en la que aparece el santo
obispo con un nimbo en que figura el anagrama de Cristo y la inscripción: sancto Ianuario. A ambos lados, dos fieles cristianas, una adulta y
la otra niña, las dos con los brazos levantados en actitud orante. En el siglo
IX las reliquias fueron trasladadas a Benevento y más tarde a Monte de la
Virgen (Montevergine). Pero en 1497 encontraron sepulcro definitivo en la
catedral de Nápoles, en una capilla hermosísima que los napolitanos
construyeron en 1608 en cumplimiento de un voto formulado por ellos casi un
siglo antes, en 1527, con ocasión de una peste que asoló a la región, pero de
la cual el Santo libró a la ciudad.
Si
los napolitanos tardaron bastante tiempo en cumplir su promesa, la verdad es
que, por fin, la cumplieron con munificencia y esplendidez. Debemos dedicar unas
líneas a la descripción de esta capilla porque es, además, el marco adecuado
e ideal para la devoción popular a las reliquias del mártir. Su planta tiene
forma de cruz griega; las paredes están todas revestidas de mármol, y de mármol
son también las 42 columnas que la decoran. Hay en ella siete altares, con
cuadros pintados por el Dominiquino sobre cobre plateado y con muchos dorados y
pinturas al fresco. Pero no sólo el célebre Dominiquino; todos los nombres del
barroco de Campania parecen darse cita en ella, para honrar al santo patrón de
Nápoles. El arquitecto de la capilla fue el religioso teatino Francisco
Grimaldi; el altar mayor, todo de pórfido y con adornos de bronce dorado, fue
diseñado por Solimena; Juliano Finelli es el autor de la mayor parte de las
esculturas, y, entre los pintores, hay que nombrar, además del Dominiquino, a
Lanfranco y al español Ribera. No es exagerado decir que este recinto es una de
las más bellas muestras del arte del 700, y que su plástica guarda
correspondencia perfecta con la espiritualidad a que sirve de expresión. A él
acuden los fieles en sus necesidades espirituales ordinarias y en toda clase de
calamidades públicas.
Ya
quedó mencionada la peste de 1597, pero hemos de referirnos a otras dos
ocasiones en que la protección del Santo es recuerdo imborrable para los
napolitanos. La primera es la erupción del Vesubio de 1631, una de las más
espantosas de este volcán y que sólo puede compararse con la que destruyó las
ciudades de Pompeya y Herculano en el año 79 de nuestra era. Durante tres días
de fragor apocalíptico y tinieblas densísimas que sólo permitían ver las
llamas rojizas y los torrentes de lava que descendían de la cumbre, los
creyentes se apiñaron en torno al sepulcro de su Santo en oración incesante y
concluyeron sacando en procesión el sagrado cuerpo. Muchas localidades vecinas
quedaron destruidas, pero la ciudad, una vez más, se salvó. La segunda gran
ocasión memorable tuvo lugar el año 1884, en que el cólera devastó muchas
regiones. Pero también en casos de guerras o desventuras entre las gentes de
mar la fe de los devotos no ha conocido límites.
Ahora
bien, si la devoción de San Jenaro es conocida en el mundo entero, ello no se
debe —hay que confesarlo— a nada de lo dicho anteriormente, sino al portento
de la licuefacción de la sangre del mártir. Todos los años el día de hoy, 19
de septiembre, y en otras varias ocasiones, la sangre de San Jenaro, que se
conserva en dos ampollas o frasquitos de vidrio donde la recogieron los
cristianos después del martirio y donde está seca, en estado sólido, de
ordinario, tórnase líquida y de color rojo vivo, como si estuviera recién
vertida por el mártir. La licuefacción tiene lugar dentro de una ceremonia
brillantísima en la que se muestra a las autoridades eclesiásticas y civiles y
luego a los fieles la teca o estuche donde se contienen las ampollas de sangre.
Esta teca es de metal, con dos cristales transparentes y semeja a un viril para
las exposiciones del Santísimo. La sangre entonces pasa al estado líquido sin
precisar temperatura determinada, cambia de color y de volumen y de peso hasta
alcanzar el doble y sin guardar proporción constante en el uno y el otro. La
muchedumbre prorrumpe en aclamaciones y con entusiasmo delirante la teca es
devuelta al tesoro de la catedral para su custodia hasta la próxima exhibición.
Naturalmente, el prodigio había de tropezar con la incredulidad de muchos, y
las polémicas en torno a la naturaleza del fenómeno menudearon, sobre todo y
como fácilmente puede suponerse, durante el siglo XIX. Más de veinte hipótesis
se han formulado buscando una explicación natural, algunas de ellas por católicos,
pero se ha de decir que ninguna resulta satisfactoria respecto de la totalidad
de los fenómenos. Mucho menos se ha conseguido reproducirlo. El 15 de
septiembre de 1902 el contenido de las ampollas fue sometido a examen espectroscópico
ante testigos. Escribe el científico Sperindeo, que llevó a cabo la
experiencia, que se vio "aparecer... detrás de la línea D, la banda
obscura característica de la sangre, seguida de otra en el verde, y entre las
dos una zona clara". No cabe duda de que se trata de sangre humana y que en
ella se verifican los efectos antes descritos. Pero no cesarán, a buen seguro,
los intentos de darle una interpretación que no rebase la esfera de lo natural.
La devoción, sin embargo, seguirá viendo un signo por el que San Jenaro
testimonia su misión de representar ante el trono de Dios a sus fieles, y ante
éstos, la misericordia y el perdón divinos. La sangre de San Jenaro es la
sangre del sacerdote de Cristo, viva y fresca en el recuerdo de Dios, clamando
mejor que la sangre de Abel, y viva también en el recuerdo de los hombres por
los que fue derramada, porque sin sangre no se verifica redención ninguna. A
esa sangre, que en cada época histórica sale de venas de los elegidos para
juntarse con la de Cristo, se debe y se deberá que el ángel exterminador pase
de largo envainando su espada muchas veces y el perdón se extienda a todo lo
que ella ha rociado: las manos del verdugo lo primero.
ANGEL
ZORITA
San
Genaro
muere aprox. 305 A.D.
Obispo de Benevento, Mártir, Patrón de Nápoles
Fiesta: 19 de septiembre
muere aprox. 305 A.D.
Obispo de Benevento, Mártir, Patrón de Nápoles
Fiesta: 19 de septiembre
Historia de San Genaro
San Genaro, patrón de Nápoles, es famoso por el
milagro que generalmente ocurre cada año desde hace siglos, el día de su
fiesta, el 19 de septiembre. Su sangre, se licúa ante la presencia de todos los
testigos que deseen asistir. (Mas sobre este milagro en la segunda parte
de esta página)
Nápoles y Benevento (donde fue obispo) se
disputan el nacimiento de San Genaro y Benevento.
Durante la persecución de Dioclesiano, fueron
detenidos en Pozzuoli, por orden del gobernador de Campania, Sosso, diácono de
Miseno, Próculo, diácono de Pozzuoli, y los laicos Euticio y Acucio. El delito
era haber públicamente confesado su fe.
Cuando San Genaro tuvo noticias de que su amigo
Sosso y sus compañeros habían caído en manos de los perseguidores, decidió
ir a visitarlos y a darles consuelo y aliento en la prisión. Como era de
esperarse, sus visitas no pasaron inadvertidas y los carceleros dieron cuenta a
sus superiores de que un hombre de Benevento iba con frecuencia a hablar con los
cristianos. El gobernador mandó que le aprehendieran y lo llevaran a su
presencia. El obispo Genaro, Festo, su diácono y Desiderio, un lector de
su iglesia, fueron detenidos dos días más tarde y conducidos a Nola, donde se
hallaba el gobernador.
Los tres soportaron con entereza los
interrogatorios y las torturas a que fueron sometidos. Poco tiempo después el
gobernador se trasladó a Pozzuoli y los tres confesores, cargado con pesadas
cadenas, fueron forzados a caminar delante de su carro. En Pozzuoli
fueron arrojados a la misma prisión en que se hallaban sus cuatro amigos. Estos
últimos habían sido echados a las fieras un día antes de la llegada de San
Genaro y sus dos compañeros, pero las bestias no los atacaron. Condenaron
entonces a todo el grupo a ser echados a las fieras. Los siete condenados fueron
conducidos a la arena del anfiteatro y, para decepción del público, las fieras
hambrientas y provocadas no hicieron otra cosa que rugir mansamente, sin
acercarse siquiera a sus presuntas víctimas.
El pueblo, arrastrado y cegado por las pasiones
que se alimentan de la violencia, imputó a la magia la mansedumbre de las
fieras ante los cristianos y a gritos pedía que los mataran. Ahí mismo los
siete confesores fueron condenados a morir decapitados. La sentencia se ejecutó
cerca de Pozzuoli, y en el mismo sitio fueron enterrados.
Los cristianos de Nápoles obtuvieron las
reliquias de San Genaro que, en el siglo quinto, fueron trasladadas desde la
pequeña iglesia de San Genaro, vecina a la Solfatara, donde se hallaban
sepultadas. Durante las guerras de los normandos, los restos del santo fueron
llevados a Benevento y, poco después, al monasterio del Monte Vergine, pero en
1497, se trasladaron con toda solemnidad a Nápoles que, desde entonces, honra y
venera a San Genaro como su patrono principal.
Muchos se cuestionan la autenticidad de los
hechos arriba mencionados y de la misma reliquia porque no hay registros sobre
el culto a San Genaro anteriores al año 431. Pero es significante que ya
en esa época el sacerdote Uranio relata sobre el obispo Genaro en términos que
indican claramente que le consideraba como a un santo reconocido. Los frescos
pintados en el siglo quinto en la "catacumba de san Genaro", en Nápoles,
lo representan con una aureola. En los calendarios más antiguos del oriente y
el occidente figura su nombre.
Mientras que muchos se cuestionan sobre la
historicidad de San Genaro, nadie se puede explicar el milagro permanente que
ocurre con la reliquia del santo que se conserva en la Capilla del Tesoro de la
Iglesia Catedral de Nápoles. Se trata de un suceso maravilloso que ocurre periódicamente
desde hace cuatrocientos años. La sangre del santo experimenta la
licuefacción (se hace líquida).
La reliquia es una masa sólida de color oscuro
que llena hasta la mitad un recipiente de cristal sostenido por un relicario de
metal. En varias ocasiones durante el año, relacionadas con el santo: la
traslación de los restos a Nápoles, (el sábado anterior al primer domingo de
Mayo); la fiesta del santo (19 de septiembre) y el aniversario de su intervención
para evitar los efectos de una erupción del Vesubio en 1631 (16 de diciembre),
un sacerdote expone la famosa reliquia sobre el altar, frente a la urna que
contiene la cabeza de san Genaro.
Los fieles llenan la iglesia en esas fechas. Es
de notar entre ellos un grupo de mujeres pobres conocidas como zie di San
Gennaro (tías de San Genaro). En un lapso de tiempo que varía por lo
general entre los dos minutos y una hora, el sacerdote agita el relicario, lo
vuelve cabeza abajo y la masa que era negra, sólida, seca y que se adheria al
fondo del frasco, se desprende y se mueve, se torna líquida y adquiere un color
rojizo, a veces burbujea y siempre aumenta de volumen. Todo ocurre a la
vista de los visitantes. Algunos de ellos santuario pueden observar el milagro a
menos de un metro de distancia. Entonces el sacerdote anuncia con toda
solemnidad: "¡Ha ocurrido el milagro!", se canta el Te Deum y
la reliquia es venerada por la congregación y por el clero.
El milagro ha sido minuciosamente examinado por
personas de opiniones opuestas. Se han ofrecido muchas explicaciones, pero
basado en las rigurosas investigaciones, se puede afirmar que no se trata de
ningún truco y que tampoco hay, hasta ahora, alguna explicación racionalista
satisfactoria. En la actualidad ningún investigador honesto con experiencia,
por racionalista que sea, se atreve a decir que no sucede lo que se asegura que
ocurre.
Sin embargo, antes de que un milagro sea
reconocido con absoluta certeza, deben agotarse todas las explicaciones
naturales, y todas las interrogantes deben tener su respuesta. Es por eso que la
Iglesia no se opone a la investigación.
Fruto de las investigaciones.
Entre los elementos positivamente ciertos en
relación con esta reliquia, figuran los siguientes:
1 -La substancia oscura que se dice ser la sangre
de San Genaro (la que, desde hace más de 300 años permanece herméticamente
encerrada dentro del recipiente de cristal que está sujeta y sellada por el
armazón metálico del relicario) no ocupa siempre el mismo volumen dentro del
recipiente que la contiene. Algunas veces, la masa dura y negra ha llenado casi
por completo el recipiente y, en otras ocasiones, ha dejado vacío un espacio
equivalente a más de una tercera parte de su tamaño.
2 -Al mismo tiempo que se produce esta variación
en el volumen, se registra una variante en el peso que, en los últimos años,
ha sido verificada en una balanza rigurosamente precisa. Entre el peso máximo y
el mínimo se ha llegado a registrar una diferencia de hasta 27 gramos.
3 -El tiempo más o menos rápido en que se
produce la licuefacción, no parece estar vinculado con la temperatura ambiente.
Hubo ocasiones en que la atmósfera tenía una temperatura media de más de 30º
centígrados y transcurrieron dos horas antes de que se observaran signos de
licuefacción. Por otra parte, en temperaturas de 5º a 8º centígrados más
bajas, la completa licuefacción se produjo en un lapso de 10 a 15 minutos.
4 -No siempre tiene lugar la licuefacción de la
misma manera. Se han registrado casos en que el contenido líquido burbujea, se
agita y adquiere un color carmesí muy vivo, en otras oportunidades, su color es
opaco y su consistencia pastosa.
Aunque no se ha podido descubrir razón natural
para el fenómeno, la Iglesia no descarta que pueda haberlo. La Iglesia no
se opone a la investigación porque ella busca la verdad. La fe católica
enseña que Dios es todopoderoso y que todo cuanto existe es fruto de su creación.
Pero la Iglesia es cuidadosa en determinar si un particular fenómeno es, en
efecto, de origen sobrenatural .
La Iglesia pide prudencia para no asentir ni
rechazar prematuramente los fenómenos. Reconoce la competencia de la ciencia
para hacer investigación en la búsqueda de la verdad, cuenta con el
conocimiento de los expertos.
Una vez que la investigación establece la
certeza de un milagro fuera de toda duda posible, da motivo para animar nuestra
fe e invitarnos a la alabanza. En el caso de los santos, el milagro también
tienen por fin exaltar la gloria de Dios que nos da pruebas de su elección y
las maravillas que El hace en los humildes.
El milagro de licuefacción también ocurre con
la sangre de San
Pantaleón
Bibliografía
1-Acta Sanctorum, sept. vol. VI
2- Butler, Vida de los Santos
2- Butler, Vida de los Santos
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