11
de septiembre
(†
1792)
Ciento
catorce víctimas inmoladas a la pasión antirreligiosa, entre ellas 95
recibieron el 17 de octubre de 1926 los honores de la beatificación, pudiéndose
establecer así, en todo su horror y en toda su gloria, el balance de la
matanza hecha el 2 de septiembre de 1792 a los sacerdotes encerrados en el
convento de los carmelitas de París.
Eran
todos refractarios al juramento exigido por la Asamblea Legislativa al dar
la constitución civil del clero, solemnemente condenada el 12 de julio de
1790 por el papa Pío VI: se les llamaba los no juramentados.
Una
serie de medidas vejatorias habían sido tomadas contra ellos: pérdida de
su cargo, prohibición de cumplir con su ministerio; deportación, en fin,
para muchos de ellos que no habían podido refugiarse a tiempo en países
hospitalarios, como lo fue entonces España, arrestos en masa con la
intención bien señalada de desembarazarse de ellos definitivamente.
La
Comune de París, particularmente violenta en estos días de guerra en las
fronteras, encarceló a 160 en el convento de carmelitas, vacío de sus huéspedes
habituales. Los primeros detenidos llegaron el 11 de agosto de 1792. Tenían
por delante veintidós días antes de su glorioso sacrificio.
Convendría
hacer aquí la composición de lugar donde se desarrollaron las escenas
atroces que vamos a narrar.
El
convento de carmelitas, que subsiste todavía englobado en el conjunto de
edificios del instituto o universidad católica de París, había sido
construido en 1611 en una casa de campo del noble Nicolás Vivían, jefe
de la cámara de cuentas. Esta finca había sido comprada por los padres.
Estaba situada en la esquina de la calle llamada ahora Camino de Vaugirard
y de la calle Cassett, no lejos de Luxemburgo y de la iglesia de San
Sulpicio,
Reducida
en una gran parte de sus jardines por el urbanismo moderno, la universidad
católica, y con ella el ilustre convento carmelitano, se extienden
actualmente sobre un largo trozo de la calle de Assas, de trazado
reciente.
Los
padres carmelitas llegados así a París pertenecían a la admirable
reforma de la Orden carmelitana, comenzada por Santa Teresa de Avila Y San
Juan de la Cruz. Se sabía que al principio los carmelitas españoles no
habían podido seguir a Francia a las religiosas —entre las cuales se
encontraba Ana de Jesús y Ana de San Bartolomé— a las que había
llevado Bérulle. Fueron religiosos franceses, pero de la rama reformada
por España, los que en 1611 vinieron a establecerse en París. En 1613 se
comenzaba a construir el convento y la iglesia, que en 1620 estaba abierta
al culto. Más de un detalle: las ventanas que dan al coro, por ejemplo; más
aún, una pintura representando a Teresa y a su hermano Rodrigo en los
Cuatro Postes, recuerdan la influencia española. La vida carmelitana se
desenvolvió, durante más de un siglo, en este convento, que contaba
entonces, en 1789, 64 religiosos. Estos, hacia 1790, abandonaron los
lugares al comité del distrito. Después de haber sido sucesivamente
prisión y baile campestre, el convento desafecto era de nuevo un lugar de
prisión cuando fueron dados los decretos contra los sacerdotes no
juramentados. Volvamos, pues, a los prisioneros de "los
carmelitas".
Poco
a poco organizaron como pudieron una vida en común de lo más edificante.
Alojados miserablemente en la iglesia conventual, tenían, sin embargo, el
derecho de pasearse una hora por la mañana y una hora por la tarde en los
vastos jardines del monasterio. Al fondo de estos jardines se encontraba
un pequeño oratorio, llamado desde entonces capilla de los mártires y
destruido por razones urbanísticas en 1867. Allí pasaban largas horas en
oración y muchos recibieron el golpe mortal. El señor Cussac, sacerdote
de San Sulpicio, pudo hacerse con las actas de los mártires y leía cada
día un pasaje a sus hermanos, que se preparaban así a una muerte próxima.
Recitaban el breviario, oraban constantemente, siguiendo el consejo del
Maestro y cuando el municipio quitó todo lo que en la iglesia servía al
culto, hicieron una cruz de madera hacia la cual pudiesen volver sus
miradas.
Sin
embargo, el procurador síndico de la Comune, Manuel, intentaba hacerles
creer que iban a ser objeto de una medida de deportación. Algunos
alimentaban así una secreta esperanza de liberación, pero los más
perspicaces se encargaban, de desilusionarlos. El primero de septiembre,
con el fin de estar preparados a toda eventualidad decidieron rehusar de
nuevo al juramento si les fuese exigido éste como precio de liberación,
y habiéndose confesado los unos a los otros, esperaron la voluntad y la
hora de Dios.
Esta
había llegado, porque el ministro de justicia, Danton, era ahora
encargado de ejecutar una reciente orden de la Coriune, que disponía nada
menos que la ejecución, si fuese posible discreta, de los rehenes de los
carmelitas. Los sicarios de Maillard, bandidos de los cuales muchos no
eran franceses, se encargaron de hacerla espectacular.
El
2 de septiembre, habiendo sido cambiada la guarda de los prisioneros y
eliminados los honrados guardas nacionales, una atmósfera de muerte posó
sobre los prisioneros... Después de la comida fueron autorizados, sin
embargo, aunque con algún retraso, a dar su paseo habitual: eran las tres
y media y ya habían comenzado las matanzas en otras prisiones de París.
Pero
apenas habían franqueado la pequeña escalinata que comunicaba la capilla
con los jardines cuando una primera banda de asesinos, armados de
pistolas, picos y sables, penetró en el convento seguida de cerca por los
saqueadores que Maillard acababa de utilizar en la prisión de la Abadía.
Rápidamente fue forzada la guardia y los asesinos desplegaron como olas
rugientes por los jardines. Varios sacerdotes caen bajo los primeros
golpes: una estela señala todavía, cerca de un pequeño estanque rodeado
de bancos de piedra, testigos del drama, el lugar donde cayó el abate
Giraud, dispuesto a recitar su breviario. Otros se refugian en el oratorio
y se ponen a rezar. Un cierto número de detenidos, entre los más ágiles,
llegan a escalar los muros del parque y buscan su salvación en las casas
vecinas.
Tres
obispos se encontraban encerrados con los sacerdotes no juramentados:
monseñor Francisco José de la Rochefoucauld, obispo de Beauvais, es
gravemente herido y conducido con su hermano Pedro Luis, obispo de Saintes,
a la capilla: Los dos perecieron en el último acto de la tragedia. Monseñor
du Lau, arzobispo de Arlés hace frente a los asaltantes, después de
haber "agradecido a Dios el morir por una tan bella causa"
—dice a su vicario general—, avanza hacia los asesinos. "Yo soy
el que buscáis —respondió a los que le llamaban a gritos—: el
arzobispo de Arlés". Y cayó acribillado a golpes...
Detrás
de él perecieron los sacerdotes refugiados en el oratorio. La sangre
corrió. Los cuerpos sembraron el jardín apacible, testigo de tantas
angustias y oraciones...
Entonces
es cuando interviene Maillard. La matanza no sigue el plan que había
trazado para enmascarar la iniquidad. De lo alto de una ventana, que se
llama todavía "la ventana de Maillard", da la orden de llevar a
los sanos y a los heridos a la iglesia, a fin de proceder a un simulacro
de tribunal, a una hipócrita parodia de justicia.
En
el pequeño corredor que une hoy el salón de actos del instituto católico
y los jardines se prepara una mesa; se colocan las listas. Maillard y el
comisario Violette hacen desfilar de dos en dos a los que ya han condenado
a morir. Una pregunta sobre el juramento. Una respuesta, siempre la misma:
ellos rehúsan. Entonces son empujados hacia este pabellón que habían
franqueado horas antes. Acribillados a golpes caen sobre las gradas: Hic
ceciderunt, está escrito en la base de estas losas gastadas, desde lo
alto de las cuales, en nuestros días, el obispo rector del instituto católico
arenga paternalmente a los jóvenes sacerdotes estudiantes del seminario
de los carmelitas el día de su ordenación sacerdotal. Lección de
fidelidad y de perseverancia dada de este modo, a los sucesores de los mártires.
Son
las seis de la tarde. La matanza ha terminado. Los tristes héroes del
drama van a hacer francachela en una pieza donde aún se ven, conservadas
bajo el cristal, las largas huellas de sangre dejadas por sus armas
depositadas a lo largo del muro: es Ia "sala de las espadas". A
la efímera victoria de los amos de la Comune, corresponde en el cielo la
victoria sin fin de los que ellos han asesinado.
Algunos
cadáveres fueron arrojados a una fosa común en el cementerio de
Vaugirard. Los otros fueron amontonados en un pozo situado detrás del
oratorio, donde tantos habían perecido.
Sus
huesos están piadosamente conservados en la cripta de la iglesia de los
carmelitas, donde se les puede fácilmente venerar al lado de una estatua
de la Virgen, llamada Nuestra Señora de los Mártires, que debía
encontrarse en el oratorio donde ellos la habían invocado con tanta
frecuencia.
Es
allí donde el peregrino de lejanos lugares de Francia gustará retirarse
para recogerse ante los restos y los nombres de los 95 confesores caídos
por la defensa de la fe el 2 de septiembre de 1792.
Varias
diócesis de Francia han puesto en esta fecha, en su propio, la fiesta y
el oficio de los Mártires "de los Carmelitas".
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