28
de junio
(†
203)
Nos
conserva recuerdos de su infancia el mismo San Ireneo en una carta suya
escrita hacia el año 190 a un compañero de su niñez, Florino. Es un
bello relato, lleno de vida y verdad. El antiguo condiscípulo se había
afiliado a una secta gnóstica y el Santo trata de atraerle al buen
camino.
"No
te enseñaron estas doctrinas, oh Florino, los ancianos que nos
precedieron, los que habían sido discípulos de los apóstoles. Te
recuerdo, siendo yo niño, en el Asia inferior, junto a Policarpo.
Brillabas tú entonces en la corte imperial y querías también hacerte
querer de Policarpo. Recuerdo las cosas de entonces mejor que las
recientes, tal vez porque lo que aprendimos de niños parece que va acompañándonos
y afianzándose en nosotros según pasan los años. Podría señalar el
sitio en que se sentaba Policarpo para enseñar, detallar sus entradas y
salidas, su modo de vida, los rasgos de su fisonomía y las palabras que
dirigía a las muchedumbres. Podría reproducir lo que nos contaba de su
trato con Juan y los demás que vieron al Señor, y cómo repetía sus
mismas palabras; lo que del Señor les había oído, de sus milagros, de
sus palabras, cómo lo habían visto y oído, ellos que vieron al Verbo de
vida. Todo esto lo repetía Policarpo, y siempre sus palabras estaban de
acuerdo con las Escrituras. Yo oía esto con toda el alma y no lo anotaba
por escrito porque me quedaba grabado en el corazón y lo voy pensando y
repensando, por la gracia de Dios, cada día.”
"En
la presencia del Señor podría yo ahora asegurar que aquel bienaventurado
anciano, si oyera lo que tú enseñas, exclamaría, tapándose los oídos:
"¡Señor! ¡A qué tiempos me has dejado llegar! ¡Que tenga que
sufrir esto! Y seguramente huiría del lugar donde, de pié o sentado,
oyese tales palabras."
Con
estas suyas lreneo nos confía lo más hondo de su intimidad. Ha recibido
la enseñanza, y se ha familiarizado con la presencia de Cristo junto a
quien lo recibió de los que con Él convivieron; él es plenamente de
Cristo; no puede sufrir que Cristo sea deformado por vanas especulaciones.
Las palabras de Jesús, sus acciones salvadoras, sus milagros, tal como
las recibió, en toda su autenticidad, son desde su niñez alimento de su
espíritu, por la gracia de Dios las va repitiendo cada día; es desde niño
cristiano de constante oración. Seguramente por ello son sus escritos tan
densos, sus palabras tan llenas de significado.
Poco
más tarde, cuando Ireneo podía contar unos quince años, hacia el 155,
hubo de grabarse en él otro recuerdo, no menos vivo y fecundo. La Iglesia
vivía incesantemente amenazada; las leyes persecutorias se mantenían en
vigor, aunque hubiera algún período de calma; aún los edictos de
Adriano y Antonino Pío reprobando los procesos en los que las turbas
acusaban tumultuariamente a los cristianos, y que a veces se alegan como
mitigaciones de los primitivos edictos, no siempre tenían cabal
cumplimiento. Ciertamente, no se observaron en el caso de San Policarpo.
Los
gentiles y judíos de Esmirna, no contentos con el suplicio de once
cristianos que se les ofreció en el circo, reclaman al anciano obispo.
Este confiesa valerosamente a Cristo y es condenado a la hoguera, para la
que buscan diligentemente leña las turbas. Se presiente la presencia
emocionada de cristianos entre los espectadores del suplicio; ellos están
a punto para pedir inmediatamente los sagrados despojos, y conservan los
detalles del martirio, la serena dignidad del santo anciano, la postrera
oración de perdón, paz y entrega. Entre estos cristianos no había de
faltar el adolescente que seguía embebecido las enseñanzas del santo
obispo.
Durante
veinte largos años se nos hace muy borrosa la figura de Ireneo, aunque
por sus escritos podemos colegir con gran seguridad una prolongada
estancia en Roma. Su peregrinar de Esmirna a Lyon le fue confirmando en la
fidelidad con que se conservaba en las Iglesias que recorría la tradición
apostólica; pero hubo también de apreciar el pulular oscuro de
jefecillos de sectas diversas, hinchados de vanidad. Volvemos a
encontrarle en Lyon en 177 al lado de un grupo excepcional de mártires.
Son cerca de cincuenta y los preside el anciano obispo Potino, también
oriundo de Asia Menor y discípulo de San Policarpo. Desde la cárcel
escriben una carta preciosa dirigida a las Iglesias de Roma, Asia y
Frigia; el documento es de lo más hermoso que conservamos de los tiempos
martiriales; ellos ven la muerte con sencillez, sin jactancia, como lo que
corresponde a cristianos que lo son de veras; en espera del suplicio se
preocupan de la perturbación que causa en la Iglesia universal la falsa
profecía de Montano, y quieren prevenir. Ireneo trabajaba hacía tiempo
al lado de su anciano compatriota el obispo Potino, que le había ordenado
presbítero de la iglesia de Lyon. No había sido capturado y lo
aprovechan los mártires para que lleve su carta a Roma. En ella le
dedican un cumplido elogio.
Mientras
su legación en Roma, muere Potino, acabado de sufrimientos en la cárcel;
los otros cincuenta van sucumbiendo a diversos suplicios.
Al
regresar de Roma recae en él el peso de restaurar la iglesia lionense.
Contaría Ireneo, al ser promovido al episcopado, unos cuarenta años.
La
labor que se le encomendaba era muy dura. Eran los albores de aquella
cristiandad, y el martirio de aquellos cincuenta cristianos tenía que
dejar sus filas notablemente menguadas; pero el martirio, lejos de
dificultar la propagación de la fe, resultó su mejor ayuda; la sangre de
los mártires fue siempre semilla de cristianos. San Ireneo vio crecer su
grey de manera maravillosa. Aunque no conocemos bien la organización de
la Iglesia en las Galias en esta segunda mitad del siglo II, parece seguro
que no había por entonces en aquellos contornos más sede episcopal que
la de Lyon; pronto comprobamos la existencia de otras cristiandades; Lyon
se había convertido en un pujante centro de irradiación en un área
bastante extensa. San Ireneo gobernaba estas nacientes comunidades, ya que
el nacimiento de nuevas sedes episcopales en esta parte de las Galias
parece bastante más tardío; desde luego, posterior al martirio de San
Ireneo. Podemos, pues, dar por seguro que su vida se empleó en frecuentes
viajes de misión y organización. Cada una de estas nuevas comunidades
cristianas va rindiendo su tributo de martirio; San Alejandro, San
Epipodio, San Marcelo, San Valentín y San Sinforiano serían,
seguramente, discípulos de San Ireneo en Chalons, Tournus y Autun. La
inscripción sepulcral de Pectorio en Autun, hermosa profesión de fe
eucarística, puede considerarse como un eco de la predicación de Ireneo.
Los
viajes apostólicos del Santo hubieron de llegar hasta el limes o confín del Imperio, pues él mismo nos da noticia por
primera vez de que la predicación cristiana ha llegado más allá de las
fronteras y de que empiezan a entrar en la Iglesia gentes de estirpe germánica:
los bárbaros.
Toda
esta actividad se desarrolla sin que remita nunca la persecución, en
pobreza y peligro; tiene que ser obra casi personal del obispo, pues aún
los presbíteros no han empezado a hacerse cargo de comunidades aisladas;
es el obispo el único que celebra la sagrada liturgia, admite al bautismo
y prepara para el mismo durante el catecumenado, y es también el que
recibe a los pecadores a penitencia y reconciliación.
No
poseemos grandes detalles acerca de esta actividad, que, no obstante,
podemos apreciar en su impresionante conjunto. Conocemos, en cambio, su
labor como maestro, y ello nos revela otro aspecto de máximo interés.
A
todas las dificultades que hubo de vencer se sumó para él la más dura y
dolorosa, pues la causaban las defecciones de los mismos cristianos. Aun
en el seno de las cristiandades heroicas de los años de las persecuciones
no faltó a la Iglesia el desgarramiento interno de la herejía. Esta se
presentaba bajo una forma cuya sugestión no comprendemos hoy bien, pero
cuyo peligro efectivo fue considerabilísimo. La Iglesia venció el
peligro gracias a su inquebrantable adhesión a la enseñanza recibida,
conservada con inalterable firmeza por los obispos. El cristianismo, sin
este esfuerzo y fidelidad, se hubiera transformado en un pobre sistema no
muy lejano de las sectas oscuras de inspiración maniquea que más o menos
han sobrevivido. Claro que esto no podía ocurrir, y el Señor preparó
los remedios por caminos, por cierto, bien distintos a los que a
cualquiera se le hubieran ocurrido. El vario complejo de desviaciones con
que se enfrentó San Ireneo se denomina gnosticismo. La gnosis pretende
ser un conocimiento más razonable de la religión, patrimonio de un grupo
selecto de iniciados. Ya antes de Cristo la gnosis había tratado de
encontrar un substrato racional a los cultos paganos. Se trató de emplear
el mismo procedimiento con la enseñanza cristiana. Los intentos son
varios e inconexos, denominados por sus iniciadores: Basílides, Marcos
Valentín, Marción. Tema común a todos suele ser el del origen del mal,
que se atribuye a un principio poco menos que divino. Este principio para
algunos es el Yahvé del Antiguo Testamento, distinto del Dios de Jesús.
San
Ireneo había conocido algunos de estos sistemas en vida de San Policarpo;
desde entonces no ceja en desenmascararlos y hacer ver que nada tienen que
ver con la enseñanza cristiana, aunque lo afecten.
Conservamos
una obra de San Ireneo que recoge su actividad como maestro; su título es
Manifestación y refutación de la
falsa gnosis, aunque se la conoce más corrientemente con el de Adversus
haereses.
Frente
a la varia y confusa proliferación de especulaciones, Ireneo mantiene la
integridad de la enseñanza de Jesús, tal como la han conservado las
Iglesias, por una tradición no interrumpida y de acuerdo con las Santas
Escrituras. Entre las diversas Iglesias hay una a la que se acude siempre
con seguridad, la de Roma, “la más grande, la más antigua, por todos
conocida, fundada por los gloriosos apóstoles Pedro y Pablo".
"Con esta Iglesia, a causa de su superior preeminencia, es preciso
que concuerden todas las demás que existen en el mundo, ya que los
cristianos de los diversos países han recibido de ella la tradición
apostólica."
La
argumentación de Ireneo y su práctica eran los buenos frente a la
gnosis; una discusión en el mismo terreno de sus corifeos hubiera sido inútil.
La verdadera enseñanza es la del que el Padre envió y Él confió a su
Iglesia.
En
esta obra de San Ireneo, y en otra de propósitos en gran parte catequéticos,
Demostración de la verdad apostólica,
se pueden espigar tesoros de enseñanza y piedad. Se considera a Ireneo
como el primer teólogo de la Iglesia: lo que más sugestiona en sus
escritos es su fuerza de testimonio de la continuidad de la doctrina de la
Iglesia; no sólo hacia el pasado, sino principalmente hacia el porvenir,
hacia nosotros. Leyendo sus escritos encontramos nuestra fe de hoy, en los
términos que hoy empleamos; la seguridad de que somos los mismos que
aquel muchacho que escuchaba de los labios de Policarpo los recuerdos
directos de los que vieron y oyeron al Señor.
Es
Ireneo el primero que da a la Virgen Santísima el título de causa salutis: causa de nuestra salvación; lo bebió en buena
fuente.
Aún
nos ha conservado Eusebio de Cesarea, con un hermoso fragmento de otra
carta de Ireneo, un rasgo más de su carácter, que relaciona con su
nombre, de resonancias pacificadoras. El papa Víctor, un tanto
impacientado por no lograr el acuerdo de las iglesias de Oriente sobre la
fecha de la celebración de la Pascua, llegó a pensar en excluirlas de su
comunión. Ireneo escribe entonces al Papa, en nombre de los fieles a
quienes gobernaba en las Galias. Afirma, desde luego, que debía guardarse
la costumbre romana y celebrarse en domingo el misterio de la Resurrección
del Señor; pero exhorta respetuosamente al Papa a no excomulgar iglesias
enteras por su fidelidad a una vieja tradición. "Si hay diferencias
en la observancia del ayuno, la fe, con todo, es la misma." Es honra
también del papa Víctor haber escuchado la advertencia del obispo de
Lyon.
La
vida laboriosa y santa de San Ireneo termina con el martirio. No sabemos cómo
ni cuándo; sin duda en tiempos de Septimio Severo, muy a principios del
siglo III. Verosímilmente se encuadran los días del Santo entre los años
140 y 202.
Figura
muy familiar a teólogos e historiadores, era poco conocida del pueblo
fiel fuera de Francia. El papa Benedicto XV hizo una obra de justicia al
extender su fiesta a la Iglesia universal. Las lecciones del oficio que
adoptó el Breviario Romano son un ejemplo de concisa y piadosa exactitud.
JOSÉ
LÓPEZ ORTIZ, O. S. A.
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