Homilía del santo padre en la misa de clausura del VII Encuentro Mundial de las Familias
MILÁN,
Domingo 3 junio 2012 (ZENIT.org).- A las 10 de la mañana de hoy, el
papa Benedicto XVI presidió la ceremonia eucarística de clausura del VII
Encuentro Mundial de las Familias, que se realizó en la ciudad
ambrosiana desde el 30 de mayo, con el tema: “La familia, el trabajo y
la fiesta”. En su homilía, el santo padre se dirigió a los presentes con
las siguientes palabras.
Venerados hermanos,
Ilustres autoridades,
Queridos hermanos y hermanas:
Es un gran momento de alegría y comunión el que vivimos esta mañana,
con la celebración del sacrificio eucarístico. Una gran asamblea,
reunida con el Sucesor de Pedro, formada porfieles de muchas naciones.
Es una imagen expresiva de la Iglesia, una y universal, fundada por
Cristo y fruto de aquella misión que, como hemos escuchado en el
evangelio, Jesús confió a sus apóstoles: Ir y hacer discípulos a todos
los pueblos, «bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo» (Mt 28, 18-19). Saludo con afecto y reconocimiento al
Cardenal Angelo Scola, Arzobispo de Milán, y al Cardenal Ennio
Antonelli, Presidente del Pontificio Consejo para la Familia, artífices
principales de este VII Encuentro Mundial de las Familias, así como a
sus colaboradores, a los obispos auxiliares de Milán y a todos los demás
obispos. Saludo con alegría a todas las autoridades presentes. Mi
abrazo cordial va dirigido sobre todo a vosotras, queridas familias.
Gracias por vuestra participación.
En la segunda lectura, el apóstol Pablo nos ha recordado que en el
bautismo hemos recibido el Espíritu Santo, que nos une a Cristo como
hermanos y como hijos nos relaciona con el Padre, de tal manera que
podemos gritar: «¡Abba, Padre!» (cf. Rm 8, 15.17). En aquel momento se
nos dio un germen de vida nueva, divina, que hay que desarrollar hasta
su cumplimiento definitivo en la gloria celestial; hemos sido hechos
miembros de la Iglesia, la familia de Dios, «sacrarium Trinitatis»,
según la define san Ambrosio, pueblo que, como dice el Concilio Vaticano
II, aparece «unido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo» (Const. Lumen gentium,4). La solemnidad litúrgica de la Santísima
Trinidad, que celebramos hoy, nos invita a contemplar ese misterio,
pero nos impulsa también al compromiso de vivir la comunión con Dios y
entre nosotros según el modelo de la Trinidad. Estamos llamados a acoger
y transmitir de modo concorde las verdades de la fe; a vivir el amor
recíproco y hacia todos, compartiendo gozos y sufrimientos, aprendiendo a
pedir y conceder el perdón, valorando los diferentes carismas bajo la
guía de los pastores.
En una palabra, se nos ha confiado la tarea de
edificar comunidades eclesiales que sean cada vez más una familia,capaces de reflejar la belleza de la Trinidad y de evangelizar no sólo
con la palabra. Más bien diría por «irradiación», con la fuerza del amor
vivido.
La familia, fundada sobre el matrimonio entre el hombre y la mujer,
está también llamada al igual que la Iglesia a ser imagen del Dios Único
en Tres Personas. Al principio, en efecto, «creó Dios al hombre a su
imagen; a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó. Y los bendijo
Dios, y les dijo: “Creced, multiplicaos”» (Gn 1, 27-28). Dios creó el
ser humano hombre y mujer, con la misma dignidad, pero también con
características propias y complementarias, para que los dos fueran un
don el uno para el otro, se valoraran recíprocamente y realizaran una
comunidad de amor y de vida. El amor es lo que hace de la persona humana
la auténtica imagen de la Trinidad, imagen de Dios. Queridos esposos,
viviendo el matrimonio no os dais cualquier cosa o actividad, sino la
vida entera. Y vuestro amor es fecundo, en primer lugar, para vosotros
mismos, porque deseáis y realizáis el bien el uno al otro,
experimentando la alegría del recibir y del dar. Es fecundo también en
la procreación, generosa y responsable, de los hijos, en el cuidado
esmerado de ellos y en la educación metódica y sabia. Es fecundo, en
fin, para la sociedad, porque la vida familiar es la primera e
insustituible escuela de virtudes sociales, como el respeto de las
personas, la gratuidad, la confianza, la responsabilidad, la
solidaridad, la cooperación.
Queridos esposos, cuidad a vuestros hijos y, en un mundo dominado por
la técnica, transmitidles, con serenidad y confianza, razones para
vivir, la fuerza de la fe, planteándoles metas altas y sosteniéndolos en
las debilidades. Pero también vosotros, hijos, procurad mantener
siempre una relación de afecto profundo y de cuidado diligente hacia
vuestros padres, y también que las relaciones entre hermanos y hermanas
sean una oportunidad para crecer en el amor. El proyecto de Dios sobre
la pareja humana encuentra su plenitud en Jesucristo, que elevó el
matrimonio a sacramento. Queridos esposos, Cristo, con un don especial
del Espíritu Santo, os hace partícipes de su amor esponsal, haciéndoos
signo de su amor por la Iglesia: un amor fiel y total. Si, con la fuerza
que viene de la gracia del sacramento, sabéis acoger este don,
renovando cada día, con fe, vuestro «sí», también vuestra familia vivirá
del amor de Dios, según el modelo de la Sagrada Familia de Nazaret.
Queridas familias, pedid con frecuencia en la oración la ayuda de la
Virgen María y de san José, para que os enseñen a acoger el amor de Dios
como ellos lo acogieron. Vuestra vocación no es fácil de vivir,
especialmente hoy, pero el amor es una realidad maravillosa, es la única
fuerza que puede verdaderamente transformar el mundo. Ante vosotros
está el testimonio de tantas familias, que señalan los caminos para
crecer en el amor: mantener una relación constante con Dios y participar
en la vida eclesial, cultivar el diálogo, respetar el punto de vista
del otro, estar dispuestos a servir, tener paciencia con los defectos de
los demás,saber perdonar y pedir perdón, superar con inteligencia y
humildad los posibles conflictos,acordar las orientaciones educativas,
estar abiertos a las demás familias, atentos con los pobres,
responsables en la sociedad civil. Todos estos elementos construyen la
familia. Vividlos con valentía, con la seguridad de que en la medida en
que viváis el amor recíproco y hacia todos, con la ayuda de la gracia
divina, os convertiréis en evangelio vivo, una verdadera Iglesia
doméstica (cf. Exh. ap. Familiaris consortio, 49). Quisiera dirigir unas
palabras también a los fieles que, aun compartiendo las enseñanzas de
la Iglesia sobre la familia, están marcados por las experiencias
dolorosas del fracaso y la separación. Sabed que el Papa y la Iglesia os
sostienen en vuestro sufrimiento y dificultad. Os animo a permanecer
unidos a vuestras comunidades, al mismo tiempo que espero que las
diócesis pongan en marcha adecuadas iniciativas de acogida y cercanía.
En el libro del Génesis, Dios confía su creación a la pareja humana,
para que la guarde, la cultive, la encamine según su proyecto (cf.
1,27-28; 2,15). En esta indicación de la Sagrada Escritura, podemos
comprender la tarea del hombre y la mujer como colaboradores de Dios
para transformar el mundo, a través del trabajo, la ciencia y la
técnica. El hombre y la mujer son imagen de Dios también en esta obra
preciosa, que han de cumplir con el mismo amor del Creador. Vemos que,
en las modernas teorías económicas, prevalece con frecuencia una
concepción utilitarista del trabajo, la producción y el mercado. El
proyecto de Dios y la experiencia misma muestran, sin embargo, que no es
la lógica unilateral del provecho propio y del máximo beneficio lo que
contribuye a un desarrollo armónico, al bien de la familia y a edificar
una sociedad justa, ya que supone una competencia exasperada, fuertes
desigualdades, degradación del medio ambiente, carrera consumista,
pobreza en las familias. Es más, la mentalidad utilitarista tiende a
extenderse también a las relaciones interpersonales y familiares,
reduciéndolas a simples convergencias precarias de intereses
individuales y minando la solidez del tejido social.
Un último elemento. El hombre, en cuanto imagen de Dios, está también
llamado al descanso y a la fiesta. El relato de la creación concluye
con estas palabras: «Y habiendo concluido el día séptimo la obra que
había hecho, descansó el día séptimo de toda la obra que había hecho. Y
bendijo Dios el día séptimo y lo consagró» (Gn 2,2-3). Para nosotros,
cristianos, el día de fiesta es el domingo, día del Señor, pascua
semanal. Es el día de la Iglesia, asamblea convocada por el Señor
alrededor de la mesa de la palabra y del sacrificio eucarístico, como
estamos haciendo hoy, para alimentarnos de él, entrar en su amor y vivir
de su amor. Es el día del hombre y de sus valores: convivialidad,
amistad, solidaridad, cultura, contacto con la naturaleza, juego,
deporte. Es el día de la familia, en el que se vive juntos el sentido de
la fiesta, del encuentro, del compartir, también en la participación de
la santa Misa. Queridas familias, a pesar del ritmo frenético de
nuestra época, no perdáis el sentido del día del Señor. Es como el oasis
en el que detenerse para saborear la alegría del encuentro y calmar
nuestra sed de Dios. Familia, trabajo, fiesta: tres dones de Dios, tres
dimensiones de nuestra existencia que han de encontrar un equilibrio
armónico. Armonizar el tiempo del trabajo y las exigencias de la
familia, la profesión y la maternidad, el trabajo y la fiesta, es
importante para construir una sociedad de rostro humano. A este
respecto, privilegiad siempre la lógica del ser respecto a la del tener:
la primera construye, la segunda termina por destruir. Es necesario
aprender, antes de nada en familia, a creer en el amor auténtico, el que
viene de Dios y nos une a él y precisamente por eso «nos transforma en
un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola
cosa, hasta que al final Dios sea “todo para todos” (1 Co 15,28)» (Enc.
Deus caritas est, 18). Amén
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