Palabras de Benedicto XVI en la Audiencia General
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 13 junio 2012 (ZENIT.org).- La Audiencia General de esta mañana ha tenido lugar a las 10,30 en la Aula Pablo VI, donde Benedicto XVI se ha encontrado con grupos de fieles llegados de Italia y del mundo.En el camino, el papa ha hecho una breve parada en la plaza de Santa Marta para la presentación de los trabajos de restauración de la Basílica Vaticana.En su discurso en lengua italiana el santo padre ha reanudado su catequesis sobre la oración en las Cartas de San Pablo.
Tras sus palabras, el papa ha hecho un llamamiento a los fieles presentes a orar por los trabajos del 50 Congreso Eucarístico Internacional que está teniendo lugar en Dublín.
Ofrecemos el texto de las palabras del papa.
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Queridos hermanos y hermanas:
El encuentro diario con el Señor y la frecuencia a los sacramentos
nos permiten abrir nuestra mente y nuestro corazón a su presencia, a sus
palabras, a su acción. La oración no es solamente el aliento del alma,
sino, para usar una imagen, es también el oasis de paz en el que podemos
sacar el agua que alimenta nuestra vida espiritual y transforma nuestra
existencia. Y Dios nos atrae hacia sí, nos hace subir a la montaña de
la santidad, para que estemos siempre más cerca de Él, ofreciéndonos a
lo largo del camino luz y consuelo. Esta es la experiencia personal a la
que san Pablo se refiere en el capítulo 12 de la Segunda Carta a los
Corintios, en la que quiero detenerme hoy. En contra de quien impugnaba
la legitimidad de su apostolado, él no repasa tanto las comunidades que
ha fundado, los kilómetros que ha recorrido; no se limita a recordar las
dificultades y las oposiciones que ha enfrentado para anunciar el
Evangelio, sino que señala su relación con el Señor, una relación tan
intensa, también caracterizada de momentos de éxtasis, de contemplación
profunda (cfr. 2 Cor. 12,1); por lo que no se jacta de lo que hizo, de
su fuerza, de sus actividades y logros, sino de la acción que ha hecho
Dios en él y a través de él.
Con gran moderación, cuenta el momento en que vive la experiencia
particular de ser arrebatado hasta el cielo de Dios. Recuerda que
catorce años antes del envío de la Carta "fue arrebatado –así dice--,
hasta el tercer cielo" (v. 2). Con el lenguaje y los modos con que
cuenta lo que no se puede pronunciar, san Pablo habla del hecho incluso
en tercera persona; afirma de un hombre raptado al "jardín" de Dios, en
el paraíso. La contemplación es tan profunda e intensa, que el Apóstol
no recuerda el contenido de la revelación recibida, pero tiene muy
presente la fecha y las circunstancias en las que el Señor lo tomó
totalmente, lo atrajo hacia sí, como lo había hecho en el camino de
Damasco en el momento de su conversión (cf. Flp. 3,12). San Pablo añade
que, justamente, para no alzarse en soberbia por la grandeza de las
revelaciones recibidas, él lleva sobre sí un "aguijón" (2 Cor. 12,7), un
sufrimiento, y suplica al Resucitado de ser liberado del enviado del
Diablo, de tal dolorosa espina en la carne. Por tres veces, dice, oró
fervientemente al Señor para que le quite esta prueba. Y es en esta
situación que, en la profunda contemplación de Dios, durante la cual
"oyó palabras inefables que no es permitido a nadie pronunciar" (v. 4),
recibió respuesta a su súplica. El Resucitado le dirige una palabra
clara y tranquilizadora: "Mi gracia te basta; que mi fuerza se realiza
en la flaqueza" (v. 9).
El comentario de Pablo a estas palabras nos puede dejar sorprendidos,
pero revela la forma en que él había entendido lo que significa
realmente ser un apóstol del Evangelio. Exclama así: "Por tanto, con
sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que
habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en mis flaquezas,
en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones, y las
angustias sufridas por Cristo; pues cuando soy débil, entonces es cuando
soy fuerte "(v. 9b-10), es decir, no hace alarde de sus acciones, sino
de la actividad de Cristo que actúa justamente en su debilidad.
Detengámonos ahora un momento en este hecho que se produjo durante
los años en que san Pablo vivió en silencio y en contemplación, antes de
comenzar a viajar al Occidente para anunciar a Cristo, porque esta
actitud de profunda humildad y confianza frente a la manifestación de
Dios, es fundamental también para nuestra oración y para nuestra vida,
para nuestra relación con Dios y en nuestras debilidades. En primer
lugar, de cuáles debilidades habla el Apóstol? ¿Qué es este "aguijón" en
la carne? No lo sabemos y no nos lo dice, pero su actitud nos hace
comprender que todas las dificultades en el seguimiento de Cristo y en
el testimonio de su Evangelio, puede ser superado abriéndose con
confianza a la acción del Señor.
San Pablo es muy consciente de ser un "siervo inútil" (Lc. 17,10)
--no es él quien ha hecho las grandes cosas, es el Señor--, un "vaso de
barro" (2 Cor. 4,7), en el cual Dios pone la riqueza y el poder de su
gracia. En este momento de intensa oración contemplativa, san Pablo
entiende claramente la forma de enfrentar y vivir cada hecho, sobretodo
el sufrimiento, la dificultad, la persecución: cuando uno experimenta la
propia debilidad, se manifiesta el poder de Dios, que no abandona, no
te deja solo, sino que se convierte en apoyo y fuerza. Por supuesto,
Pablo hubiera preferido ser liberado de esta "espina", de este
sufrimiento; pero Dios dice: "No, eso es para ti. Tendrás la gracia
suficiente para resistir y hacer lo que debe hacerse". Esto también se
aplica a nosotros. El Señor no nos libera de los males, más bien nos
ayuda a madurar en los sufrimientos, en las dificultades, en las
persecuciones. La fe, por lo tanto, nos dice que si permanecemos en
Dios, "mientras nuestro hombre exterior se va desmoronando --son muchas
las dificultades--, el hombre interior se renueva, madura de día en día
justamente en la prueba" (cfr. V. 16).
El Apóstol comunica a los cristianos de Corinto y también a nosotros
que "el momentáneo, ligero peso de nuestra tribulación nos procura,
sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna" (v. 17) En
realidad, humanamente hablando, no era ligero el peso de las
dificultades, era gravísimo; pero en comparación con el amor de Dios,
con la grandeza del ser amados por Dios, es ligero, a sabiendas de que
la cantidad de la gloria será incalculable. Así, en la medida en que
crece nuestra unión con el Señor y se intensifica nuestra oración,
también nosotros vamos a lo esencial y comprendemos que no es el poder
de nuestros medios, de nuestras virtudes, de nuestras capacidades lo que
realiza el Reino de Dios, sino es Dios que obra maravillas a través de
nuestra debilidad, de nuestra insuficiencia a lo encomendado. Debemos,
por tanto, tener la humildad para no confiar simplemente en nosotros
mismos, sino de trabajar, con la ayuda del Señor, en la viña del Señor,
confiándonos en Él como frágiles "vasos de barro".
San Pablo se refiere a dos revelaciones particulares que han cambiado
radicalmente su vida. La primera --lo sabemos--, es la pregunta
sobrecogedora en el camino de Damasco: "Saulo, Saulo, ¿por qué me
persigues? "(Hch. 9,4), una pregunta que le llevó a descubrir y
encontrar a Cristo vivo y presente, y a escuchar su llamado a ser
apóstol del Evangelio. La segunda son las palabras que el Señor le ha
dirigido durante la experiencia de oración contemplativa sobre la que
estábamos reflexionando: "Mi gracia te basta; que mi fuerza se realiza
en la flaqueza".
Solo la fe, el confiar en la acción de Dios, en la bondad de Dios que
no nos abandona, es la garantía de no trabajar en vano. Así la gracia
del Señor ha sido la fuerza que acompañó a san Pablo en el enorme
esfuerzo por difundir el Evangelio, y su corazón ha entrado en el
corazón de Cristo, haciéndose capaz de dirigir a otros hacia Aquel que
murió y resucitó por nosotros.
En la oración abrimos, por lo tanto, nuestro ánimo al Señor para que
Él venga a habitar en nuestra debilidad, transformándola en fuerza para
el Evangelio. Y es significativo también la palabra griega con que Pablo
describe este habitar del Señor en su frágil humanidad; utiliza episkenoo,
que podemos tomar como "poner su propia tienda". El Señor continúa
poniendo su tienda en nosotros, en medio de nosotros: es el misterio de
la Encarnación. El mismo Verbo divino, que vino a morar en nuestra
humanidad, quiere vivir en nosotros, plantar en nosotros su tienda, para
iluminar y transformar nuestra vida y el mundo.
La intensa contemplación de Dios experimentada por san Pablo recuerda
aquella de los discípulos en el monte Tabor, cuando, viendo a Jesús
transfigurarse y resplandecer de luz, Pedro le dijo: "Rabí, bueno es
estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés
y otra para Elías" (Mc. 9,5). "No sabía qué decir, porque estaban
atemorizados", añade san Marcos (v. 6). Contemplar al Señor es, al mismo
tiempo, fascinante y tremendo: fascinante, porque nos atrae hacia él y
rapta nuestro corazón hacia lo alto, llevándolo a su altura donde
experimentamos la paz, la belleza de su amor; tremendo porque pone al
descubierto nuestra debilidad humana, nuestra deficiencia, el esfuerzo
para superar al Maligno que amenaza nuestras vidas, esa espina también
clavada en nuestra carne. En la oración, en la contemplación cotidiana
del Señor, recibimos la fuerza del amor de Dios y sentimos que son
verdaderas las palabras de san Pablo a los cristianos de Roma, donde
está escrito: "Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida, ni los
ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni las
potestades, ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá
separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor
nuestro"(Rm. 8, 38-39).
En un mundo donde hay el riesgo de confiar únicamente en la
eficiencia y el poder de los medios humanos, en este mundo estamos
llamados a redescubrir y dar testimonio del poder de Dios que se
comunica en la oración, con la que crecemos cada día en configurar
nuestra vida a la de Cristo, el cual --como él mismo dice--, "fue
crucificado en razón de su flaqueza, pero está vivo por la fuerza de
Dios. Así también nosotros: somos débiles en él, pero viviremos con él
por la fuerza de Dios sobre ustedes" (2 Cor. 13,4).
Queridos amigos, en el siglo pasado, Albert Schweitzer, teólogo
protestante y premio Nobel de la Paz, afirmaba que "Pablo es un místico y
nada más que un místico", en realidad un hombre verdaderamente
enamorado de Cristo y tan unido a Él, hasta poder decir: Cristo vive en
mí. La mística de san Pablo no se fundamenta solo sobre la base de los
acontecimientos extraordinarios que experimentó, sino también en la
cotidiana e intensa relación con el Señor, que siempre lo ha sostenido
con su gracia.
La mística no lo ha alejado de la realidad, por el contrario, le dio
la fuerza para vivir cada día para Cristo y para construir la Iglesia
hasta el fin del mundo en ese momento. La unión con Dios no aleja del
mundo, sino que nos da la fuerza para permanecer de tal modo, que se
pueda hacer lo que se debe hacer en el mundo. Incluso en nuestra vida de
oración podemos, por lo tanto, tener momentos de especial intensidad,
en los cuales quizás, sintamos más viva la presencia del Señor, pero es
importante la constancia, la fidelidad en la relación con Dios,
especialmente en las situaciones de aridez, de dificultad, de
sufrimiento, de aparente ausencia de Dios. Solo si estamos aferrados al
amor de Cristo, estaremos en grado hacer frente a cualquier adversidad
como Pablo, convencidos de que todo lo podemos en Aquel que nos
fortalece (cf. Flp. 4,13). Así que, en la medida de que damos espacio a
la oración, más veremos que nuestra vida cambiará y será animada por la
fuerza concreta del amor de Dios.
Es lo que sucedió, por ejemplo, con la beata Madre Teresa de Calcuta,
que en la contemplación de Jesús y, precisamente, también en tiempos de
larga aridez encontraba la razón última y la fuerza increíble para
reconocerlo en los pobres y en los abandonados, a pesar de su frágil
figura. La contemplación de Cristo en nuestras vidas nos es ajena --como
lo he dicho--, de la realidad, sino más bien nos vuelve aún más
partícipes de la experiencia humana, porque el Señor, atrayéndonos a sí
en la oración, nos permite hacernos presentes y cercanos a cada hermano
en su amor. Gracias.
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