(†
67)
Hacia el año
18 de nuestra era, un joven de poco mas de quince años, judío de raza,
de la tribu de Benjamin, llamado Saúl (o Saulo), dejaba su ciudad natal
de Tarso de Cilicia y se hacía a la mar rumbo a Jerusalén.
De una manera
en parte imaginaria en parte real llevaba consigo cinco acompañantes
invisibles cuya síntesis constituía la personalidad del joven viajero.
El
primer compañero de viaje era un ciudadano
romano. Saúl era súbdito de aquel gran Imperio; tenía, además, el
derecho de ciudadanía por nacimiento y sabía acogerse, si había lugar,
a las prerrogativas que este título le confería. Junto al ciudadano
romano había en Saúl un griego.
Se expresaba en esta lengua, que era la que se hablaba en Tarso, con
corrección y con agilidad. Estaba acostumbrado a oír fragmentos de los
poetas helénicos, a hablar de las competiciones atléticas en el estadio
y a contemplar el esplendor externo y la belleza de formas de aquella
cultura deslumbradora. El tercer viandante invisible era un obrero.
"El que no enseña a su hijo un oficio le hace ladrón", se decía
entre los judíos. Y el padre de Saúl, aunque era, al parecer, un
acomodado comerciante de paños, quiso que su hijo aprendiera desde muy
joven el oficio de tejedor de lonas para tiendas de campaña. De la
imaginaria comitiva formaba parte también un fariseo.
Fariseo e hijo de fariseos era Saúl, y, como tal, pegado hasta lo inverosímil
a las tradiciones de sus mayores, capaz de recorrer el cielo y la tierra
para hacer un prosélito, de dura cerviz en sus empresas para no ceder
ante los obstáculos, anhelante por la venida del Mesías liberador del
yugo extranjero y guardador de la Ley hasta en sus mínimos detalles
externos. El último acompañante de Saulo era un sincero y afanoso buscador
de la verdad. Ya junto a los rabinos tarsenses la había buscado en la
lectura de la Tora (Ley)
primero. y luego en el estudio de la Mishnáh
(tradición oral). Pero su alma anhelaba un conocimiento mayor de la
suprema verdad, que es Dios, y su palabra revelada.
Ese
era justamente el motivo de su viaje. Al emprenderlo no soñaba en otra
cosa que en poder oír las doctas explicaciones del prestigioso Gamaliel,
jefe de la escuela de Hillel, miembro destacado del Sanedrín y rabino
famoso entre los famosos. Varios años pasó en aquella escuela, rival de
la de Schammai, estudiando la Haggada,
esto es, el dogma e historia del Antiguo Testamento. Al cabo de aquel
tiempo la Escritura no tenía secretos para él. La sabía en gran parte
de memoria, no sólo en el original hebreo, sino también según la versión
griega de los Setenta. Años más tarde, cuando en sus viajes no le era
dado llevar consigo los voluminosos rollos sagrados, podría citar de
memoria con facilidad textos y más textos de la Ley.
No
sabemos a punto fijo qué hizo y adónde fue Saulo cuando terminó sus
estudios en Jerusalén. Parece indiscutible que no estaba en Palestina
durante los años del ministerio público de Cristo, a quien, por
consiguiente, no pudo conocer antes de su ascensión. Pero sí sabemos
que, cuando tenía unos treinta años de edad, Saulo volvía a estar en la
Ciudad Santa, si bien no en calidad de estudiante, sino como fariseo
exaltado al rojo vivo.
Un
día, estando en la sinagoga de los de Cilicia, cuando oyó que el diácono
Esteban, después de un discurso, a su juicio, indignante, terminaba
llamando a los judíos "duros de cerviz e incircuncisos de corazón",
y proclamando Mesías a un crucificado, herido por el escándalo de la
cruz, cerró sus puños “lleno de rabia" y "rechinó de
dientes contra él" con los demás fariseos asistentes. Y cuando, al
poco rato, el vehemente diácono moría apedreado, Saulo animaba a los
improvisados verdugos y custodiaba sus vestiduras. A partir de aquel
momento, "respirando amenazas de muerte" contra todos los
cristianos, se dedicaba a buscarlos en sus propias casas para hacerlos
encarcelar.
Con
todo, los días de aquel ofuscado fariseo que vivía en el alma de Saulo y
la tiranizaba estaban contados. Camino de Damasco, iba a morir ahogado por
una impetuosa catarata de gracia divina. Y, al morir el fariseo, nacería
para la Iglesia y la historia el gran Apóstol. Los demás estratos del
alma paulina quedaron intactos, si bien perfeccionados por la gracia. A lo
largo de su densa vida volverán a aparecer uno tras otro, aunque en orden
inverso y sustituyendo al fariseo muerto el apóstol vivo.
Saulo
seguía siendo un buscador de la verdad. Pero no ya de aquella verdad
pequeña y estrecha compuesta de mil fragmentos diminutos de verdad de que
se componía la doctrina de los fariseos, sino de la Verdad infinita, de
la Verdad hecha hombre en Aquel que dijo: “Yo soy la verdad".
En
efecto. Terminada su estancia junto a aquel judío llamado Judas que le
hospedó en su casa de la calle Recta de Damasco, Saúl, sin pedir consejo
a la carne ni a la sangre, se marchó a Arabia. Allí, lejos de la
persecución de sus antiguos correligionarios, tendría recogimiento,
soledad y paz para ahondar en aquella Verdad que había encontrado,
reflexionando, meditando y orando. Allí llegaría a su plenitud la gran
metamorfosis espiritual del alma de Saulo: Cristo, el blanco de sus odios
más cordiales, acabaría siendo el ideal total de su vida; el fariseo
estrecho y rencoroso dejaría paso al apóstol generoso y anhelante. Todo
esto fue realizándose lenta y silenciosamente en aquel retiro espiritual
de casi tres años de duración que Saulo hizo en Arabia, acaso en las
laderas del Sinaí, y en el que abundarían las ilustraciones interiores y
las comunicaciones de Dios.
Pero
esa búsqueda afanosa de luz no había terminado. La Verdad tenía sobre
la tierra un oráculo; Cristo había dejado en el mundo un Vicario. Y
Saulo, haciendo escala en Damasco, de donde tuvo que huir de noche
descolgado por la muralla en una espuerta, fue a Jerusalén, en la que a
la sazón se encontraba Pedro, el antiguo pescador de Galilea.
Desde
el primer momento quiso unirse a los cristianos, pero éstos huían de él.
¿No sería aquélla una conversión simulada, una hábil estratagema para
conocer mejor los secretos de la cristiandad naciente y ahogarla en su
cuna? La mayoría así lo sospechaba. Pero Dios puso pronto en contacto
con él a Bernabé, hombre que calaba hondo en los espíritus y vio en
Saulo un alma privilegiada. Presentó el neoconverso a Cefas y le contó
lo sucedido. Este le invitó con amorosa insistencia a que se quedara con
él en casa de la hospitalaria María, la madre de Marcos, el futuro
evangelista, sobrino de Bernabé. Allí estuvo Saúl quince días bebiendo
a boca llena la verdad en aquella nueva fuente que Dios ponía en su
camino: la primitiva tradición cristiana llegaba hasta él por la boca más
autorizada, la del pastor primero de la cristiandad.
Y
empezó Saulo en Jerusalén a dar testimonio de la verdad. Pero su
predicación, en vez de provocar conversiones, levantó tempestades. A los
pocos días los judíos resolvieron quitarle de en medio dándole muerte,
como un día a Esteban. Amargado con este fracaso fue un día al Templo,
donde, estando en oración, tuvo un éxtasis:
—Date
prisa y sal pronto de Jerusalén... —le decía el Señor.
—Pero
si ellos saben que yo era el que perseguía y encarcelaba...
—Vete
pronto, porque yo quiero enviarte a naciones lejanas.
Ante
la inminencia del peligro los cristianos de Jerusalén, para salvarle la
vida, “llevaron a Saúl hasta Cesarea y de allí lo enviaron a
Tarso", seguramente por vía marítima. Unos cinco años estuvo esta
vez en su ciudad natal. ¿Qué hacía allí entretanto? Esperar sin
desasosiego la hora de su apostolado y, mientras esperaba, continuar llenándose
de la verdad que había encontrado.
La
llamada de Dios no se hizo esperar. Un día se presentó en Tarso Bernabé.
Iba a buscar a Saulo para llevárselo consigo a Antioquía. Saulo accedió
y por espacio de un año estuvo junto a Bernabé instruyendo a la pujante
cristiandad antioqueña, que iba a ser durante algún tiempo el centro de
la joven Iglesia. En efecto. La persecución de Herodes Agripa había
hecho desaparecer de Jerusalén a los directores de aquélla. Santiago cayó
al filo de la espada; Pedro, liberado milagrosamente de la cárcel, salió
también de la ciudad deicida y se dirigió a otro lugar, probablemente a
Roma. Juan Marcos se marchó a Antioquía.
Un
día estaba reunida la cristiandad de esta ciudad y, "mientras
celebraban la liturgia en honor del Señor y guardaban los ayunos, dijo el
Espíritu Santo, por boca de uno de los que tenían dones carismáticos:
Segregadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los tengo
llamados". La hora había sonado definitivamente. El vaso de elección
se iba a derramar sobre los gentiles. Por eso los ancianos de aquella
comunidad, después de orar y ayunar, les impusieron las manos y les
dieron el abrazo de despedida. Y empezaron los viajes apostólicos de
Saulo. En el primero, junto con Bernabé, visitó la isla de Chipre y
luego, desembarcando en Panfilia, evangelizó algunas ciudades del Asia
Menor y regresó a Antioquía, pero con un nombre nuevo: Pablo. Desde que
en esta primera correría convirtió en Pafos al procónsul Sergio Paulo
no volvió a usar su nombre antiguo. En el segundo y tercer viaje no sólo
evangelizó el Asia Menor, sino que llegó a Europa. Su celo impetuoso no
le dejaba reposar. En todas partes empezaba predicando a los judíos para
hacer oír luego su palabra a los gentiles. Su apostolado le originaba por
doquier persecuciones y peligros. El mismo hace un recuento de ellos
cuando en el tercer viaje escribe desde Macedonia su segunda carta a los
corintios: "Cinco veces —dice— recibí de los judíos cuarenta
azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas, una vez fui apedreado,
tres veces padecí naufragio, un día y una noche pasé en los abismos del
mar; muchas veces en viajes me vi en peligros de ríos, peligros de
ladrones, peligros de los de mi linaje, peligros de los gentiles, peligros
en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros en los
falsos hermanos, trabajos y miserias en prolongadas vigilias, en hambre y
sed, en ayunos frecuentes, en frío y desnudez; esto sin hablar de otras
cosas, de mis cuidados de cada día, de la preocupación por todas las
iglesias. ¿Quién desfallece que yo no desfallezca? ¿Quién se
escandaliza que yo no me abrase?"
Pero
en medio de todos estos afanes Pablo "estaba lleno de consuelo y
rebosaba gozo en todas sus tribulaciones". Es que llevaba a Cristo en
su alma y tenía al mundo bajo sus pies; es que "su vida para él era
Cristo y morir para él era un negocio"; es que se sentía
"clavado en la cruz con Cristo hasta el punto de que ya no era él
propiamente el que vivía, sino que era Cristo el que vivía en él”.
Durante
aquellos ministerios Pablo sabía rebajarse a otros más humildes
menesteres. Aquel oficio de tejedor que había aprendido en Tarso le dio
en más de una ocasión el medio de ganarse el sustento sin ser gravoso a
nadie. Cuando en su segundo viaje llegó a Corinto, al encontrarse allí
con el judío Aquila que había salido de Roma a consecuencia del decreto
dado por Claudio, se unió a él "porque era del mismo oficio, y se
quedó en su casa y trabajaban juntos en la fabricación de lonas”. En
el trabajo manual encontraba Pablo no sólo su sustento, sino una fuente
de recursos para obras de caridad. Por eso, años más tarde, estando en
Efeso, pudo decir en presencia de toda la asamblea, mostrando al mismo
tiempo sus manos encallecidas: "No he codiciado plata, oro ni vestido
de nadie. Vosotros sabéis que a mis necesidades y a las de los que me
acompañaban han suministrado estas manos. En todo os he dado ejemplo,
mostrándoos cómo trabajando así socorráis a los necesitados,
recordando las palabras del Señor, Jesús, que él mismo dijo:
"Mejor es dar que recibir".
Más
duro había sido, ciertamente, el acento con que nuestro apóstol tejedor
había dicho en su carta a los fieles de Tesalónica, para reprimir su
ociosidad y vagancia: "El que no quiere trabajar, que no coma".
Nadie
crea que, por estar encallecidas las manos de Pablo por el áspero
contacto de los pelos de cabra con que fabricaba sus lonas, se había
embotado la sutil penetración de su inteligencia, desarrollada en el
ambiente de la cultura helenística. En su segundo viaje Pablo fue a la
cuna y emporio de aquella refinada civilización, la sabia Atenas. Allí,
al oírle algunos filósofos estoicos y epicúreos, le llevaron al Areópago
para que les expusiese su doctrina. Ante aquella doctísima asamblea
Pablo, con gran serenidad y aplomo, "puesto en pie“, pronunció un
discurso modelo de fina habilidad y prueba de su honda cultura helénica.
"Atenienses
—les dijo—, veo que sois sobremanera religiosos, porque, al pasar y
contemplar los objetos de vuestro culto, he hallado un altar en el que está
escrito: "Al Dios desconocido". Pues ese que sin conocerlo veneráis
es el que yo os anuncio. El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que
hay en él, ése, siendo señor del cielo y de la tierra, no habita en
templos hechos por mano de hombre... Él hizo de uno todo el linaje humano
para poblar toda la haz de la tierra..., para que busquen a Dios y le
hallen, que no está lejos de nosotros, porque “en él vivimos, nos
movemos y existimos", como alguno de vuestros poetas ha dicho:
"porque somos linaje suyo"... Después de esta alusión a un hexámetro
del poema Minos, de Epiménides,
y de la cita del verso del poema Fenómenos, de Arato, pasó a impugnar la idolatría, y hubiera
seguido exponiendo en una segunda parte la revelación de Dios por medio
de Jesucristo, cuya misión, dijo, “quedaba acreditada ante todos por su
resurrección de entre los muertos”, si la mayoría de sus oyentes no
hubiera tomado a risa sus últimas palabras sobre la resurrección. Ante
esta actitud Pablo abandonó el Areópago; pero no había sido del todo
baldía la siembra: "Dionisio el Areopagita, una mujer de nombre Dámaris
y otros más" creyeron en las palabras de Pablo y le siguieron.
Pablo
adoctrinó con insistencia las tierras de Grecia y Macedonia con su
palabra ardiente. Además, Corinto, Filipos y Tesalónica fueron
destinatarias de cinco hermosas cartas que, como las restantes, sin
excluir las dirigidas a los hebreos y a los romanos, estaban redactadas en
un griego que, si no es el de Platón, o Jenofonte, o de los aticistas de
su tiempo, no es tampoco inferior al que usaban por entonces generalmente
las personas cultas.
Terminada
su tercera misión, Pablo ha vuelto a Jerusalén. Estaba un día orando en
el Templo cuando sus enemigos, al reconocerle, promovieron un tumulto
contra él. Un centurión romano con sus soldados le encadena. El
populacho vocifera pidiendo su muerte. El tribuno manda que le introduzcan
en el cuartel y le azoten.
—¿Os
es lícito azotar a un ciudadano romano sin juzgarlo? —pregunta Pablo.
—¿Eres
tú romano? —inquiere a su vez, temeroso, el tribuno.
—Sí
—contesta lacónicamente el apóstol.
—Yo
adquirí esta ciudadanía por una gran suma —dice, admirado, el tribuno.
—Pues
yo —prosigue Pablo sin altanería, pero con noble dignidad —la tengo
por nacimiento.
Aquella
vez la reclamación produjo su efecto. Pablo no fue azotado. Pero días más
tarde, ante una conjuración de cuarenta judíos que habían jurado no
comer ni beber hasta que mataran al apóstol, fue trasladado a Cesarea,
donde permaneció unos dos años. Un día el procurador Festo, queriendo
congraciarse con los judíos, dijo a Pablo:
—¿Quieres
subir a Jerusalén y allí ser juzgado?
—Estoy
ante el tribunal del César; en él debo ser juzgado... A él apelo.
—¿Has
apelado al César? Al César irás —dijo Festo para terminar.
Y
al César fue. Custodiado por un centurión llamado Julio embarcó en
Cesarea, y, tras una penosa navegación en la cual volvió a conocer los
horrores de las tempestades marítimas, llegó por fin a Roma. Pablo veía
cumplido uno de sus más vehementes deseos. En Roma permitieron a Pablo
morar en casa propia con un soldado que le custodiaba, entretanto fallaban
su causa, facilidad que el apóstol aprovechó para evangelizar y
escribir: seis de sus epístolas, la mitad, fueron escritas en Roma.
Por
fin se dictó para él sentencia absolutoria. Pablo quedaba libre para
poder realizar otro sueño dorado de su vida: llegar a España, el último
confín de Occidente, y predicar también en ella a Cristo crucificado. Ya
en la carta que escribió desde Corinto a los romanos les manifestaba este
deseo, "Espero veros cuando vaya a España y ser allá encaminado por
vosotros". Roma era entonces para el indomable ímpetu de Pablo no
una meta, sino un punto de partida. Y así se realizó: el gran apóstol
vino a España. Acaso desembarcó en la imperial Tarraco, ciudad en la que
una tradición venerable asegura la estancia y predicación del tarsense.
A pocos metros del lugar donde se escriben estas líneas, sobre una roca
que de generación en generación se señala como lugar de las
predicaciones paulinas, una capilla románica dedicada al apóstol es
argumento pétreo de este hecho histórico.
De
todas formas, la estancia de Pablo en nuestra tierra no pudo ser muy
larga, El año 67 de nuestra era, y después de haber realizado un viaje a
Oriente, volvía a estar en Roma cargado de cadenas. ¿Dónde y cuándo
había sido apresado? A esta pregunta no se puede contestar sino con hipótesis.
Lo cierto es que antes de que acabase el año 67 Pablo había llegado a su
ocaso. Aquel sediento buscador de la verdad, aquel apóstol insaciable,
aquel tejedor de lonas, aquel griego sutil, aquel ciudadano romano, caía
al filo de la espada junto al tercer miliario de la vía Ostiense.
Sobre
su tumba hubieran podido servir de epitafio aquellas palabras que, próximo
ya a su fin, había escrito en su última carta a Timoteo:
"He
combatido el buen combate.
He terminado mi carrera.
He guardado mi fe.
He recibido la corona de justicia."
He terminado mi carrera.
He guardado mi fe.
He recibido la corona de justicia."
LAUREANO CASTÁN LACOMA
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