miércoles, 5 de febrero de 2020

SALMO 32 (31)

El reconocimiento del pecado obtiene el perdón*
 De David. Poema.

¡Dichoso al que perdonan su culpa
y queda cubierto su pecado !
 Dichoso el hombre a quien Yahvé
no le imputa delito,
y no hay fraude en su interior.

Guardaba silencio y se consumía mi cuerpo*,
cansado de gemir todo el día,
pues descargabas día y noche
tu mano sobre mí;
mi corazón cambiaba como un campo*Pausa.
que sufre los ardores del estío.

Reconocí mi pecado
y no te oculté mi culpa;
me dije: «Confesaré
a Yahvé mis rebeldías».
Y tú absolviste mi culpa,Pausa.
perdonaste* mi pecado.

Por eso, quien te ama te suplica
llegada la hora de la angustia*.
Y aunque aguas caudalosas se desborden,
jamás le alcanzarán.

Tú eres mi cobijo,
me guardas de la angustia,Pausa.
me rodeas para salvarme*.

«Voy a instruirte, a mostrarte el camino a seguir;
sin quitarte los ojos de encima, seré tu consejero».

 No seas lo mismo que caballo o mulo sin sentido,
rienda y freno hacen falta para domar su brío*.

 Copiosas son las penas del malvado,
mas a quien confía en Yahvé lo protege su amor.

 ¡Alegraos en Yahvé, justos, exultad,
gritad de gozo los de recto corazón!



CATEQUESIS DE JUAN PABLO II
1. «Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado». Esta bienaventuranza, con la que comienza el salmo 31, nos hace comprender inmediatamente por qué la tradición cristiana lo incluyó en la serie de los siete salmos penitenciales. Después de la doble bienaventuranza inicial (cf. vv. 1-2), no encontramos una reflexión genérica sobre el pecado y el perdón, sino el testimonio personal de un convertido.
La composición del Salmo es, más bien, compleja: después del testimonio personal (cf. vv. 3-5) vienen dos versículos que hablan de peligro, de oración y de salvación (cf. vv. 6-7); luego, una promesa divina de consejo (cf. v. 8) y una advertencia (cf. v. 9); por último, un dicho sapiencial antitético (cf. v. 10) y una invitación a alegrarse en el Señor (cf. v. 11).
2. Nos limitamos ahora a comentar algunos elementos de esta composición. Ante todo, el orante describe su dolorosísima situación de conciencia cuando «callaba» (cf. v. 3): habiendo cometido culpas graves, no tenía el valor de confesar a Dios sus pecados. Era un tormento interior terrible, descrito con imágenes impresionantes. Sus huesos casi se consumían por una fiebre desecante, el ardor febril mermaba su vigor, disolviéndolo; y él gemía sin cesar. El pecador sentía que sobre él pesaba la mano de Dios, consciente de que Dios no es indiferente ante el mal perpetrado por su criatura, porque él es el custodio de la justicia y de la verdad.
3. El pecador, que ya no puede resistir, ha decidido confesar su culpa con una declaración valiente, que parece anticipar la del hijo pródigo de la parábola de Jesús (cf. Lc 15,18). En efecto, ha dicho, con sinceridad de corazón: «Confesaré al Señor mi culpa». Son pocas palabras, pero que brotan de la conciencia; Dios responde a ellas inmediatamente con un perdón generoso (cf. Sal 31,5).
El profeta Jeremías refería esta llamada de Dios: «Vuelve, Israel apóstata, dice el Señor; no estará airado mi semblante contra vosotros, porque soy piadoso, dice el Señor. No guardo rencor para siempre. Tan sólo reconoce tu culpa, pues has sido infiel al Señor tu Dios» (Jr 3,12-13).
De este modo, delante de «todo fiel» arrepentido y perdonado se abre un horizonte de seguridad, de confianza y de paz, a pesar de las pruebas de la vida (cf. Sal 31,6-7). Puede volver el tiempo de la angustia, pero la crecida de las aguas caudalosas del miedo no prevalecerá, porque el Señor llevará a su fiel a un lugar seguro: «Tú eres mi refugio: me libras del peligro, me rodeas de cantos de liberación» (v. 7).
4. En ese momento, toma la palabra el Señor y promete guiar al pecador ya convertido. En efecto, no basta haber sido purificados; es preciso, luego, avanzar por el camino recto. Por eso, como en el libro de Isaías (cf. Is 30,21), el Señor promete: «Te enseñaré el camino que has de seguir» (Sal 31,8) e invita a la docilidad. La llamada se hace apremiante, sazonada con un poco de ironía mediante la llamativa imagen del caballo y del mulo, símbolos de obstinación (cf. v. 9). En efecto, la verdadera sabiduría lleva a la conversión, renunciando al vicio y venciendo su oscura fuerza de atracción. Pero lleva, sobre todo, a gozar de la paz que brota de haber sido liberados y perdonados.
San Pablo, en la carta a los Romanos, se refiere explícitamente al inicio de este salmo para celebrar la gracia liberadora de Cristo (cf. Rm 4,6-8). Podríamos aplicarlo al sacramento de la reconciliación. En él, a la luz del Salmo, se experimenta la conciencia del pecado, a menudo ofuscada en nuestros días, y a la vez la alegría del perdón. En vez del binomio «delito-castigo» tenemos el binomio «delito-perdón», porque el Señor es un Dios «que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado» (Ex 34,7).
5. San Cirilo de Jerusalén (siglo IV) utilizó el salmo 31 para enseñar a los catecúmenos la profunda renovación del bautismo, purificación radical de todo pecado (Procatequesis n. 15). También él ensalzó, a través de las palabras del salmista, la misericordia divina. Con sus palabras concluimos nuestra catequesis: «Dios es misericordioso y no escatima su perdón. (...) El cúmulo de tus pecados no superará la grandeza de la misericordia de Dios; la gravedad de tus heridas no superará la habilidad del supremo Médico, con tal de que te abandones a él con confianza. Manifiesta al Médico tu enfermedad, y háblale con las palabras que dijo David: "Reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado". Así obtendrás que se hagan realidad estas otras palabras: "Tú has perdonado la maldad de mi corazón"» (Le catechesi, Roma 1993, pp. 52-53).
[Audiencia general del Miércoles 19 de mayo de 2004

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