13 de julio
(†
1024)
En
la primavera del año 973 el ducado de Baviera celebraba con grandes festejos el
nacimiento del príncipe heredero. Este niño, que llegaría a ser emperador y
santo, era hijo de Enrique el Batallador, duque de Baviera, y de la princesa
Gisela de Borgoña.
Podemos
fácilmente imaginarnos los primeros años del niño príncipe: las fiestas, la
caza, los trovadores, la guerra, en el marco poético del Medievo.
La
vida de San Enrique parece que comienza como un bonito cuento de hadas, pero
aquellos tiempos no eran de pura poesía; guerras y pestes se dejaban sentir y
la lglesia atravesaba lo que se ha llamado su "edad de hierro". La
sociedad sufría violentos vaivenes y, en uno de ellos, nuestro pequeño Santo
tuvo que sufrir durante algunos años la persecución, mientras su padre,
vencido en guerras familiares, era condenado al destierro.
Recobrada
la calma y restablecido su padre en el trono de Baviera, el joven Enrique se
dedicó al cultivo de las artes y las letras, bajo la custodia del santo obispo
de Ratisbona, San Wolfgang, que había sido su padrino de bautismo y se cuidó
de darle una esmerada educación cristiana.
A
la muerte de su padre ocupó el trono nuestro Santo, que contaba por entonces
veintidós años. Era uno de los príncipes más instruidos de su tiempo; joven
y fuerte, su fama corrió pronto por toda Alemania, ganándose la simpatía
general. Para completar el cuadro gozó también del amor, casándose con la
princesa Cunegunda, con quien vivió tan santamente que hoy veneramos a ambos en
los altares.
San
Enrique fue un verdadero padre para sus súbditos; su ímpetu de mozo no le hizo
olvidar la responsabilidad de ser rey.
Cuando
algún señor feudal o alguna ciudad se sublevaban, cosa, por lo demás, harto
frecuente en aquellos tiempos, sus jefes militares le aconsejaban destruir tales
ciudades o fortalezas para castigo de su orgullo y escarmiento de los demás,
pero el joven rey contestaba con calma:
—Dios
no me dio la corona para hacer mal, sino para corregir a los que lo hacen.
Así
poco a poco su gobierno se consolidaba cada vez más y su buena fama corría de
boca en boca.
Una
noche se le apareció en sueños su padrino, San Wolfgang, y le hizo leer en la
muralla: "Después de seis", desvaneciéndose inmediatamente la
aparición.
San
Enrique creyó que se trataba de un anuncio de su próxima muerte en el plazo de
seis días y redobló sus acostumbradas penitencias, poniéndose en las manos de
Dios. Pero el sentido exacto de la aparición lo comprendió sólo después de
seis años, ya que exactamente a los seis años de la aparición, el 1 de enero
del año, 1002, fue proclamado emperador de Alemania. Acababa de morir el
emperador Otón III y, como no dejaba descendencia directa, correspondía por
derecho a San Enrique ocupar el trono del Imperio romano-germánico.
Reunidos
los electores del Imperio declararon emperador a San Enrique, con gran gozo de
todos sus súbditos. Sin embargo, para ocupar el trono al que tenía todos los
derechos se vio obligado a hacer algunas guerras familiares contra otros
pretendientes.
La
situación del Imperio en aquellos momentos no era nada halagüeña. Numerosos
señores feudales, marqueses u obispos, se hacían la guerra mutuamente,
asolando el país con sus razzias. A
su vez, el rey de Polonia intentaba invadir Alemania y los bizantinos
presionaban en las fronteras del sur del Imperio.
Para
poner fin a todo esto, San Enrique organizó un formidable ejército y poco a
poco logró imponer la paz en todos sus dominios, haciendo, además, tributarios
a los reyes vecinos. San Enrique contaba entre sus dotes personales un gran
genio militar.
Interesado
en la reforma espiritual del clero, el año 1007 convocó en Francfort un
concilio general para tratar este tema. De todos los puntos del Imperio
acudieron numerosos prelados. Cuando San Enrique entró en la sala del concilio
se postró en tierra ante todos los obispos en humilde y pleno reconocimiento de
su potestad en todos los asuntos espirituales; tal gesto de humildad no lo había
hecho ningún emperador germano. Bajo la protección imperial el concilio dictó
severas normas disciplinares y San Enrique se encargó de hacerlas cumplir.
El
emperador fundó espléndidamente numerosos monasterios y nuevas iglesias. Por
todas partes florecían nuevos claustros, en que los monjes se entregaban a sus
obras de piedad y de cultura, y desde todos los rincones del Imperio miles de
campanas volteaban dando gracias al emperador. En Alemania todavía se conservan
muchas de las grandes catedrales de entonces. Sobre las antiguas ciudades se
destaca su imponente masa, como auténticas fortalezas, y su silueta marca
siempre dos torres o dos ábsides iguales, simbolizadores de los dos poderes: la
Iglesia y el Imperio.
Pero
en Italia los Estados Pontificios no gozaban de la misma paz. Toda Italia era un
hervidero de luchas fratricidas y en los Estados del Papa reinaba la más
completa anarquía.
San
Enrique pasó a Italia con un fuerte ejército para restablecer el orden, pero
tuvo que salir de nuevo hacia Polonia para sofocar la sublevación de aquella
parte del Imperio. Toda la vida del Santo transcurre en un continuo zigzaguear
de marchas militares y batallas para restablecer la paz y castigar a los
malhechores.
San
Enrique era amigo de la paz; tal vez por contraste con su azarosa vida amaba la
delicia de un claustro silencioso y le gustaba darse a la oración completamente
solo. Podía parecer que le gustaba ser monje.
Cierta
vez, estando en Estrasburgo, en el año, 1012, maravillado de la piedad de los
canónigos de la catedral quiso ser canónigo, y así se lo pidió al obispo que
presidía el cabildo.
El
obispo vio las buenas disposiciones del emperador, pero prefirió tomar su
petición en broma y, siguiendo el juego, le pidió una promesa de obediencia:
—¿Estáis,
señor, dispuesto a obedecerme en todo?
Y
a decir verdad que el rey estaba bien dispuesto a renunciar a todo para hacerse
miembro de aquel santo cabildo.
—Pues
bien; yo os ordeno, en virtud de santa obediencia, que continuéis rigiendo el
Imperio como hasta ahora, porque el Señor os ha destinado para rey y no para
canónigo.
El
rey obedeció, pero fundó una rica prebenda para que un canónigo se ocupara
siempre de rezar por el rey, con el título de "rey del coro" y los
honores consiguientes. Tal tradición se conservó en Estrasburgo hasta bien
entrado el siglo XIII.
Entretanto
murió en Roma el papa Sergio IV y fue elegido sucesor el papa Benedicto VIII,
pero éste fue expulsado de Roma por el antipapa Gregorio y tuvo que refugiarse
junto al emperador, el cual hizo una marcha sobre Roma para colocar al verdadero
Papa en la Santa Sede. El Papa, en agradecimiento, le regaló un globo de oro
adornado con piedras preciosas, representando su soberanía sobre el mundo, y
desde entonces ése fue el símbolo de los emperadores. En tal ocasión San
Enrique y su esposa fueron ungidos y coronados como emperadores de la
cristiandad. Roma celebró con gran júbilo aquellas fiestas; parecía como si,
bajo signo cristiano, hubiera resucitado otra vez el antiguo Imperio de Roma.
Era el 14 de febrero del año 1014.
Seguramente
pocos reyes pudieron gozar como San Enrique del amor de sus súbditos, y sus
vasallos recibieron como un don del cielo el tener tan buen rey.
A
su muerte, el emperador hizo llamar a los padres de su esposa y a los grandes de
la corte y, tornando dulcemente la mano a Santa Cunegunda, les dijo: "He
aquí a la que vosotros me habéis dado por mujer ante Cristo, como me la
disteis virgen, virgen la pongo otra vez en las manos de Dios y en las
vuestras". Luego dictó su testamento y fue a reunirse con los santos.
En
Grona las campanas tocaban a muerto el 13 de julio de 1024. Mientras tanto una
gran procesión trasladaba los restos de San Enrique emperador a la catedral de
Barnberg, donde todavía se conservan.
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