3 de julio
Apóstol (+ s. I)
Tan pronto como Juan
Bautista señaló a las turbas la presencia del Mesías entre los mortales con las
palabras: "He aquí el Cordero de Dios", dos de sus discípulos que le oyeron,
abandonando su compañía, se fueron en pos de Cristo. Poco a poco fueron juntándose
otros, procedentes en su totalidad de las clases sociales media y trabajadora.
El Evangelio menciona a
veces expresamente los nombres de los apóstoles que se unían a Cristo y describe las
circunstancias que rodearon tal acontecimiento, pero ni una sola palabra encontramos en el
texto neotestamentario sobre cuándo y cómo Santo Tomás se incorporó al Colegio
apostólico.
Su nombre figura por
vez primera en la lista que dan los evangelios sinópticos de los doce apóstoles. Pero en
el orden de su colocación se percibe una variante dictada por la modestia y humildad que
caracterizan a San Mateo. Mientras Marcos y Lucas (Mc. 3,18; Lc. 6,15) hablan de Mateo y
Tomás, el primer evangelista invierte los términos, escribiendo: Tomás y Mateo, y para
que el recuerdo de su pasada profesión le sirviera de ocasión para humiliarse, añade a
su nombre el epíteto de el publicano (Mt. 10,3).
El hecho de que un
hombre se llamara Tomás debía extrañar a los lectores griegos del Evangelio, y de ahí
que San Juan Evangelista, al mencionarle, añade: Llamado Dídimo, como si dijera: nombre
que en griego corresponde a la palabra "Dídimo" (Io. 11,16; 21,2). Antes de los
escritos del Nuevo Testamento no encontramos ningún individuo que lleve el nombre de
Tomás, mientras que la palabra "Dídimo" como nombre propio figura en algunos
papiros del siglo lll a. de Cristo originarios de Egipto. Se sabe que el término
"Tomás" proviene de una raíz hebraica que significa duplicar, cuyo sentido
aparece en el libro del Cantar de los Cantares (4,2; 6,6), en donde se habla de
"crías mellizas o duplicadas". Esta aclaración hecha por el evangelista dio
pie a que se formularan multitud de hipótesis encaminadas a identificar el otro mellizo.
Antiguas crónicas le
asignan un hermano gemelo, llamado Eleazar o Eliezer; una hermana, con el nombre de Lydia
o Lypsia. En las Actas apócrifas que llevan su nombre y en la Doctrina Apostolorum los
mellizos son llamados Judas y Tomás, nombres que se repiten juntos en la historia del rey
Abgaro, de Edesa (EUSEBIO, H. Ecct. 16).
Todas estas y otras
hipótesis se han creado con el laudable fin de completar las escasas informaciones
evangélicas sobre nuestro apóstol. Además de ignorar cuándo, cómo y dónde fue
llamado al apostolado, ignoramos también su procedencia, no siéndonos posible tampoco
determinar su condición social y el oficio que ejercía antes de su vocación. Una
antigua leyenda afirma que el Santo fue arquitecto, a consecuencia de lo cual, a partir
del siglo XIII, el arte pictórico, entre otros el pincel de Rafael, le ha representado
con una escuadra como símbolo, por considerarle Patrono de los constructores. Con todo, a
través de una información de San Juan (21,1), puede conjeturarse que Tomás fue un
humilde pescador, un simple marinero, sin llegar a ser propietario de embarcación alguna.
Esta conjetura se armoniza con las noticias conservadas en antiguas narraciones sobre la
condición humilde y pobre de sus padres.
Debía encontrarse
Tomás atareado en su trabajo junto a las redes cuando oyó la invitación de Cristo, que
le inducía a que le siguiera para transformarle en pescador de almas. Es de creer que, al
oír la llamada de Jesús, lo abandonara todo y le siguiera, porque es muy probable que
perteneciera él a aquel numeroso grupo de auténticos israelitas que sentían llamear en
su corazón los ideales religiosos y mesiánicos, avivados por la esperanza de la llegada
inminente del Mesías, que debía restablecer el reino de Israel. Por lo que nos deja
adivinar el evangelio de San Juan, en las contadas ocasiones en que señala algún hecho o
refiere algún diálogo en que interviene Santo Tomás, deducimos que nuestro apóstol era
de modales poco refinados y amigo de soluciones tajantes, rápidas y expeditivas. Pero
junto a esta brusquedad y rudeza tenía un corazón impresionable y sensible, demostrando
repetidamente un amor extraordinario y una lealtad sin limites hacia su divino Maestro,
que exteriorizaba con brutal franqueza. De ahí que, en justa correspondencia, profesara
Jesús hacia él un afecto especial, como se lo demostró al aparecerse por segunda vez a
sus apóstoles reunidos en el Cenáculo con el fin de quitar de los ojos de Tomás la
venda de la incredulidad, que amenazaba cegarle, diciéndole en tono amistoso: "No
hagas el incrédulo, que no te conviene".
De este amor y lealtad
de Tomás hacia Cristo tenemos un fiel testimonio en su primera intervención que recuerda
el Evangelio (Jn 11 , 1-16). Crecía la animosidad del judaísmo oficial contra Jesús, y
se buscaba una ocasión propicia para quitarle silenciosamente de en medio. Todas estas
maquinaciones conocíalas Jesús, y por ello, con el fin de ponerse al abrigo de toda
asechanza, se retiró a la región de Perea. Conocían su paradero las hermanas de
Lázaro, que le mandaron un recado con la noticia de que Lázaro, su hermano, estaba
enfermo. A pesar de esta alarmante noticia permaneció Jesús dos dias más en el lugar en
que se hallaba: pasados los cuales dijo a sus discípulos: Vamos otra vez a Judea. La
noticia desconcertó a los apóstoles, que recordaban el atentado que pocos dias antes
tuvo Jesús. Rabí—le dicen—, los judíos te buscan para apedrearte, y de nuevo
vas allá? Cristo les responde que nada adverso sucederá en tanto que no llegue la hora
decretada por el Padre, añadiendo: "Lázaro, nuestro amigo, está dormido, pero yo
voy a despertarle". A estas palabras se acogen los discípulos con el fin de
disuadirle del viaje a Judea. Sabían cuánta era la amistad que mediaba entre Jesús y la
familia de Lázaro, y no dudaban de que, en caso de grave enfermedad, acudiria Jesus junto
al lecho de su amigo. Pero, al anunciarles sin tapujos que Lázaro había muerto, callaron
todos, consternados por la muerte de un amigo entrañable y por conjeturar que aquel
triste desenlace empujaria a su Maestro a ir a Betania, situada junto a los muros de la
ciudad de Jerusalén, donde, pocos dias antes, los judíos juntaron piedras para
apedrearles. Sólo Tomás rompió el silencio para increpar a sus compañeros de
apostolado, reprochándoles implícitamente su cobardía y falta de fidelidad a su
Maestro. "Vamos también nosotros a morir con Él", dijo Tomás. En sus
palabras, concisas y tajantes se encierra una idea profunda. No es posible, viene a decir
Tomás, que Jesús cambie de parecer y renuncie al propósito de ir a despertar a Lázaro
de su sueño de muerte. Por otra parte, sería inconcebible dejarle marchar solo hacia el
lugar de peligro, quedando ellos a buen recaudo en la lejana Perea. ¿Qué hacer, pues? No
queda, según Tomás, otra solución airosa que acompañarle adondequiera que Él vaya,
aunque esta lealtad y adhesión pueda acarrearles la muerte.
Aunque el Evangelio no
lo diga expresamente, por lo que dejan entrever los textos que hablan de las actuaciones
de Tomás, estaba él siempre dispuesto a dar su vida por su Maestro.
En vísperas de su
pasión y muerte quiso Cristo celebrar la última cena en compañía de sus discípulos.
De sobremesa se entretuvo largamente con ellos, abriéndoles de par en par su corazón
dolorido y tratando de tranquilizar a sus amigos ante las perspectivas sombrías de un
futuro próximo. Cristo les habló de su inminente partida: Un poco aún estaré todavía
con vosotros; adonde yo voy vosotros no podéis venir. Estas palabras de adiós
desgarraron el corazón de sus apóstoles hasta el punto de no poder articular palabra.
Jesús infundióles ánimo diciéndoles que la separación no era definitiva porque un
día se juntarían todos en la gloria. En la casa de mi Padre -aseguróles Cristo- hay
muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque voy a prepararos el lugar. Cuando
yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré y os tomaré conmigo, para
que donde yo estoy estéis también vosotros. Pues para donde yo voy, vosotros conocéis
el camino. Estas últimas palabras llamaron la atención de Tomás, quien, con los
ademanes rudos que le caracterizaban, objetó: No sabemos adónde vas; ¿cómo, pues,
podemos saber el camino? A lo cual respondió Cristo: Yo soy el camino, la verdad y la
vida; nadie viene al Padre sino por mí.
Aunque el ánimo de
Tomás estuviera abatido por el pensamiento de tener que separarse de su Maestro, no
perdia, sin embargo, la esperanza de poder impedir su muerte. Bien sabia él que el
verdadero israelita entra por la muerte en la paz de Dios, pero la turbación y el afán
de hacer algo para salvar a Jesús no le dejaban ahondar en estos misterios. También
habría oído en las sinagogas que la palabra "camino", en los profetas (Is.
30,11), se toma muchas veces en sentido moral y religioso, pero le ofusca el ansia por
conocer adónde quiere marcharse su Maestro con el fin de alejar los peligros que pudiera
encontrar en su camino.
Este rasgo de valentía
y fidelidad del apóstol ha sido recogido exactamente por el pincel de Leonardo de Vinci
en su cuadro de La última cena, en que se representa a Tomas reafirmando a Cristo
calurosamente, y con maneras casi agresivas, su fidelidad.
Una vez terminadas sus
últimas enseñanzas y exhortaciones, salió Jesús del Cenáculo en dirección a un
huerto que estaba al otro lado del torrente Cedrón. Sus apóstoles le acompañaban en
silencio, dibujándose en sus rostros la gravedad del momento. Tomás le seguía con la
esperanza de salvarle. Pocos momentos antes le había dicho Jesús que Él era el camino,
la verdad y la vida. Sabrá Cristo, por consiguiente, pensaba Tomás, escoger el camino
verdadero para no caer en las asechanzas que le tienden sus enemigos. Además, si algunos
exaltados se atrevieran a tocarle, allí estaba él, el robusto marinero, para castigar su
atrevimiento.
Pero estas últimas
esperanzas se derrumban al divisar el tropel de gentes que acudían a prender al Maestro,
y mayormente cuando Éste mandó a Pedro que metiera la espada en la vaina, porque deseaba
beber el cáliz que le presentaba su Padre. Ante esa actitud de Jesús, un grave
desengaño se apodera del ánimo del fornido Tomás, que se pregunta si fue un mito y un
engaño el poder que había manifestado Cristo en otras ocasiones. Él, que esperaba, como
sus compañeros, la restauración de Israel y confiaba ocupar un lugar destacado en el
nuevo reino, se encuentra de golpe fracasado en su ideal, objeto de escarnio de todos y
con la perspectiva de volver a sus redes para ganar el pan de cada día. De ahí que, a
pesar de sus bravatas y promesas, al comprobar el prendimiento de su Maestro, huye
despavorido en dirección al monte Olívete para internarse en el desierto de Judá o
esconderse en casa de alguna familia amiga. Pensaba Tomás que su aventura había
terminado; Cristo moriría en manos de sus enemigos. Sería sepultado y desaparecería su
memoria para siempre. Tanto Tomás como los otros apóstoles no previeron, ni menos
esperaron, la resurrección de su Maestro.
Pasada la tormenta,
encontráronse los apóstoles sin pastor, turbados y desconcertados, sumidas en la
tristeza y el llanto (Mc. 16,10). María Magdalena les anunció que Jesús había
resucitado y que se le había aparecido, pero ellos no lo creyeron. ¿Cómo debían ellos
dar fe al testimonio de una mujer? Más tarde aparecióse a dos que iban de camino y se
dirigían al campo. Estos, vueltos, dieron la noticia a los demás; ni aun a éstos
creyeron (Mc. 16,12,15). Los dos discípulos que se encaminaban a Emaús tardaron mucho en
rendirse a la evidencia de las pruebas que les presentaba Cristo resucitado (Lc.
24,13-35). Cuando los once se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado,
aparecióseles Cristo. Viéndole se postraron; pero algunos vacilaron (Mt. 28,16-17).
Una ola de escepticismo
se había adueñado de los apóstoles y hacían falta pruebas fehacientes para que
renaciera en ellos la fe y la confianza en Jesús. Y no tardaron éstas en venir, porque
tuvo Cristo compasión de sus amados apóstoles, de dura cerviz y tardos en creer.
Estaban diez de ellos
reunidos en el Cenáculo con las puertas herméticamente cerradas por temor de los
judíos. De repente se presentó Cristo en medio de ellos y les dijo: La paz sea con
vosotros. Aterrados y llenos de miedo, creían ver un espíritu. Jesús les increpó
suavemente por su incredulidad, y añadió: Ved mis manos y mis pies, que yo soy. Palpadme
y ved, que el espiritu no tiene carne ni huesos como veis que yo tengo. Diciendo esto, les
mostró las manos y los pies (Lc. 24,37,40). Pero aun con pruebas tan palmarias no
creyeron ellos totalmente hasta que Cristo les abrió la inteligencia (Lc. 24,45).
Vemos en esta
aparición—la misma de que habla San Juan (20,19-25)—que, a pesar de ofrecerles
Jesús pruebas tan evidentes de su personalidad, algunos abrigaban ciertas sospechas.
Quiso la fatalidad que a esta aparición no estuviera presente Santo Tomás, y sería
aventurado querer investigar las razones que motivaron su ausencia. Quizá su mismo
temperamento independiente, impulsivo y con acentuada personalidad le impelía a no querer
mezclarse de nuevo en un asunto que había fracasado. El, que tanto había batallado para
impedir que Jesús cayera en manos de sus enemigos, comprueba ahora que sus esfuerzos
fueron inútiles y que la causa de su Maestro se había desvanecido para siempre con la
muerte del mismo. Es verdad que oye voces de unos y otros de que Cristo ha resucitado y de
que se ha aparecido a algunas personas; pero él quiere pruebas tangibles: exige que se le
aparezca como ha hecho con otros—que no fueron tan generosos como él—; que
pueda hablarle cara a cara y palparle.
Sus compañeros de
apostolado, entusiasmados, contaron a Tomás que habían visto a Cristo, que le habían
tocado y comido con Él. Tomás, en el fondo, quiere dar fe a su testimonio, pero responde
con una negación fría a su narración entusiasta. No merece ni quiere sufrir la
humillación de ser él el único del Colegio apostólico que no vea al Maestro
resucitado, y de ahí sus protestas de que no creerá en lo que le dicen hasta que lo vea
y toque él personalmente. Es curioso ver cómo cada vez sus exigencias van en aumento:
quiere ver con sus propios ojos la señal o marca dejada por los golpes y tocar la herida.
Si no veo en sus manos la señal de los clavos y meto mi dedo en el lugar de los clavos y
mi mano en su costado, no creeré (Jn 20,25).
No podemos afirmar que
Tomás dudara formalmente de la resurrección de Cristo; más bien cabe suponer que sus
exigencias ante los otros apóstoles van encaminadas a obligar a Cristo a que se le
aparezca a él personalmente en premio de la fidelidad que siempre le demostró en vida. Y
al formular tales pretensiones abriga en su interior la esperanza de que Jesús no se
negará a ellas.
Y no podia menos de
acudir Jesús al llamamiento de su apóstol. En efecto, a los ocho días estaban reunidos
de nuevo los apóstoles en el Cenáculo y con ellos Tomás. Las puertas, como la primera
vez, estaban cerradas. Cristo se apareció y saludó a los presentes, diciéndoles: La paz
sea con vosotros. Luego dijo a Tomás: Alarga acá tu dedo, y mira mis manos, y tiende tu
mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino fiel (Jn. 20,26-27). Cristo
conocia las condiciones puestas por su discípulo para creer en Él y se somete gustoso a
que Tomás haga la experiencia de distinguir entre un fantasma y un cuerpo viviente. No es
de suponer que Tomás hiciera uso de la autorización que le hacia el Maestro. Su
reacción ante las palabras de Jesús fue de reconocer la divinidad de Jesús: ¡Señor
mío y Dios mío! Trátase de una confesión de fe completa. Nadie en el Evangelio le
había dado este titulo, que Él había reivindicado con términos precisos. Jesús mira
al corpulento e impulsivo Tomás humillado a sus pies y con una sonrisa beatifica le
reconviene, diciendo: ¿Creos ahora o no?' Tomás creyó por haber visto a Cristo; pero
dichosos los que sin ver creyeron. Después de los apóstoles vendrán otros que no han
contemplado la humanidad gloriosa de Cristo. A ellos se dirige elogiosamente Jesús.
Las futuras
generaciones compensarán por el ardor de su fe lo que les faltará de presencia real.
"El evangelista San Juan quiso cerrar su evangelio con el episodio de Tomás. La
escena que él cuenta después de ésta, la aparición de Jesus en el mar de Tiberíades,
es sólo un apéndice que añadió más tarde. La respuesta final de Jesús había de ser
como un amén poderoso que había de resumir todo el Evangelio y habia de resonar a
través de todos los siglos en el alma de los creyentes: Porque me has visto has creido,
Tomás. Bienaventurados los que no vieron y creyeron. Es como una amable ironía el que la
liturgia coloque la fiesta de Santo Tomás el 21 de diciembre, pocos dias antes de
Navidad, como si le quisiera poner ante el pesebre del Niño de Belén. Diriase que ante
el Niño divino está repitiendo para los vacilantes de todos los tiempos su profunda e
infantil oración: ¡Señor mío y Dios mío! ¡Señor mío y Dios mío!
Con una simple mención
en el relato de la pesca milagrosa (Jn 21,2) y la consignación de su nombre en la lista
de los apóstoles reunidos en el Cenáculo después de la Ascensión (Act. 1,13),
desaparece Tomás de los anales de la historia para adentrarse en la enmarañada selva de
la leyenda. Su paso fugaz por el escenario de la historia fue provechoso para nosotros,
hasta el punto que San Gregorío el Grande no vacila en afirmar que "más beneficiosa
fue para nuestra fe la incredulidad de Tomás que la fe de los apóstoles que fácilmente
creyeron (Homil. 26, in Evang., 7 ).
El apóstol enérgico y
valiente sentía cómo su corazón ardía en llamas por el deseo de predicar a las gentes
la buena nueva del Maestro, a quien tanto amó en vida y que, después de muerto, vió con
sus ojos y pudo tocar con sus manos. La atmósfera que se respiraba en Palestina era tan
hostil a Cristo que hubiera sido arriesgado organizar allí un plan sistemático de
apostolado. Algunos de los apóstoles fueron encarcelados o llevados a los tribunales,
prohibiéndoseles predicar la doctrina de Cristo. En estas condiciones era mejor emigrar
hacia los pueblos de la gentilidad. El cristianismo no era una secta como cualquier otra
de las que existían por aquel entonces en el seno del judaísmo, sino un movimiento
universalista encaminado a ganar para la doctrina de Cristo a todos los hombres de buena
voluntad. La estrella nacida en Belén debía alumbrar a todo hombre que viene a este
mundo. A los judíos, como depositarios de la revelación primitiva, pertenecían las
primicias del apostolado cristiano: pero, a causa de su obstinada ceguera, fueron ellos
preteridos a los pueblos que vivian en las tinieblas y en medio de las sombras de la
muerte.
Santo Tomás emprendió
el camirto de la gentilidad; Sabemos que salió de Palestina, y las tradiciones aseguran
que marchó hacia Oriente, a las tierras por donde sale el sol, para anunciarles que otro
Sol más radiante y vivificador había nacido en tierras de Palestina. Desde muy antiguo
tomó cuerpo la tradición de que fue Tomás el apóstol de los partos, medas y persas,
territorios que actualmente corresponden al Irak, Irán y Beluchistán. Otras tradiciones
extienden hasta la India el campo de su apostolado, adonde llegó por el llamado
"camino de la seda", que atravesaba la Persia, el Pakistán y el Tíbet. Se dice
que su apostolado fue muy fructífero debido a su predicación y a la multitud de milagros
que obró en confirmación de su doctrina. Una tradición siria llama a Santo Tomás
"rector y maestro de le Iglesia de la India, fundada y regida por él". Sin
embargo, los cristianos del Indostán, conocidos por el nombre de cristianos de Santo
Tomás, que habitan el Malabar y pertenecen a la Iglesia siria, tienen probablemente su
origen de un misionero nestoriano llamado Tomás. En la Iglesia malabar se canta en las
lecciones litúrgicas en honor del Santo: "Por las fatigas apostólicas de Santo
Tomás llegaron los chinos y los etíopes al conocimiento de la doctrina de Cristo. Por
Santo Tomás fueron bautizados y se hicieron hijos de Dios. Por Santo Tomás el reino de
Dios llegó hasta la China". En el libro de las Actas atribuidas al apóstol se
refieren fantásticas aventuras referentes a su ida a la India y a sus trabajos allí como
arquitecto real.
El Breviario romano
dice que el Santo fue martirizado en Calamina, ciudad que no se ha identificado todavía.
Parte de sus reliquias fueron trasladadas a Edesa, en cuyo lugar se mostraba su sepulcro,
según testimonio de escritores cristianos antiguos. San Juan Crisóstomo enumera la tumba
de Santo Tomás entre los cuatro sepulcros de los apóstoles (San Pedro, San Pablo, San
Juan ) que puede identificarse su emplazamiento. De Edesa sus reliquias fueron trasladadas
a la isla de Chíos y de ahí pasaron a Ortona, donde se veneran actualmente.
La tradición ha
atribuido a Santo Tomás un evangelio de carácter gnóstico, que se ha perdido. El actual
Evangelio de Santo Tomas, también apócrifo, refiere numerosas y fantásticas leyendas en
torno a la infancia de Jesús. También se le han adjudicado el libro de las Actas de
Santo Tomás y un Apocalipsis, condenado por el papa Gelasio I a fines del siglo v.
Nunca admiraremos
bastante la recia figura de Santo Tomás, quien, bajo unos modales toscos, escondía un
alma noble, generosa, impresionable, amante de Jesús, confesor de su divinidad y su
apóstol abnegado. En vez de hacer hincapié en su incredulidad, más bien afectada que
real, debemos ahondar en el conocimiento de sus excelsas virtudes para confirmarnos en
nuestra condición de soldados de Cristo.
LUIS ARNALDICH, O. F. M
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