Aula Pablo VI
Miércoles, 31 de agosto de 2022
Catequesis
sobre el discernimiento
I
¿Qué significa discernir?
¡Queridos
hermanos y hermanas, buenos días!
Hoy
comenzamos un nuevo ciclo de catequesis: hemos terminado la catequesis sobre la
vejez, ahora iniciamos un nuevo clico sobre el tema del discernimiento.
El discernimiento es un acto importante que concierne a todos, porque las
elecciones son una parte esencial de la vida. Discernir las decisiones. Uno
elige la comida, la ropa, un curso de estudio, un trabajo, una relación. En
todos ellos se realiza un proyecto de vida, y también se concreta nuestra
relación con Dios En el Evangelio, Jesús habla del discernimiento
con imágenes tomadas de la vida ordinaria; por ejemplo, describe al
pescador que selecciona los peces buenos y descarta los malos; o al mercader
que sabe identificar, entre muchas perlas, la de mayor valor. O el que, arando
un campo, encuentra algo que resulta ser un tesoro (cf. Mt 13,44-48).
A la luz de estos ejemplos, el discernimiento se presenta como un ejercicio
de inteligencia, y también de habilidad y también
de voluntad, para aprovechar el momento favorable: son condiciones
para hacer una buena elección. Es necesario inteligencia, habilidad y también
voluntad para hacer una buena elección. Y también hay un coste necesario para
que el discernimiento sea operativo. Para desempeñar su oficio lo mejor
posible, el pescador tiene en cuenta la fatiga, las largas noches en el mar y
el descarte de una parte de las capturas, aceptando una pérdida de ganancias
por el bien de los destinatarios. El comerciante de perlas no duda en gastar
todo para comprar esa perla; y lo mismo hace el hombre que ha tropezado con un
tesoro. Situaciones inesperadas e imprevistas en las que es imprescindible
reconocer la importancia y la urgencia de una decisión que hay que tomar. Cada
uno debe tomar sus decisiones; no hay nadie que las tome por nosotros. En un
momento determinado los adultos, libres, pueden pedir consejo, pensar, pero la
decisión es propia; no se puede decir: “He perdido esto, porque lo ha decidido
mi marido, mi mujer, mi hermano”: ¡no! Tienes que decidir tú, todo el mundo
tiene que decidir, y por eso es importante saber discernir: para
decidir bien, hay que saber discernir.
El Evangelio sugiere otro aspecto importante del discernimiento: implica
los afectos. El que ha encontrado el tesoro no siente ninguna dificultad en
venderlo todo, tan grande es su alegría (cf. Mt 13,44). El
término utilizado por el evangelista Mateo indica una alegría muy especial, que
ninguna realidad humana puede dar; y de hecho vuelve a aparecer en muy pocos
otros pasajes del Evangelio, todos ellos referidos al encuentro con Dios. Es la
alegría de los Magos cuando, tras un largo y penoso viaje, vuelven a ver la
estrella (cf. Mt 2,10); es la alegría de las mujeres que
regresan del sepulcro vacío tras escuchar el anuncio de la resurrección por
parte del ángel (cf. Mt 28,8). Es la alegría de los que han
encontrado al Señor. Tomar una bella decisión, una decisión correcta, siempre
te lleva a esa alegría final; quizás en el camino tengas que sufrir un poco de
incertidumbre, pensar, buscar, pero al final la decisión correcta te beneficia
con la alegría
.
En el Juicio Final, Dios obrará el discernimiento —el gran
discernimiento—hacia nosotros. Las imágenes del agricultor, el pescador y el
mercader son ejemplos de lo que ocurre en el Reino de los Cielos, un Reino que
se manifiesta en las acciones ordinarias de la vida, que nos exigen tomar
posición. Por eso es tan importante saber discernir: las grandes elecciones
pueden surgir de circunstancias que a primera vista parecen secundarias, pero
que resultan ser decisivas. Por ejemplo, pensemos en el primer encuentro de
Andrés y Juan con Jesús, un encuentro que nace de una simple pregunta:
"Rabí, ¿dónde vives?" — "Venid y veréis" (cf. Jn 1,38-39),
dice Jesús. Un intercambio muy breve, pero es el comienzo de un
cambio que, paso a paso, marcará toda una vida. Años después, el
evangelista seguirá recordando aquel encuentro que le cambió para siempre,
también recordará la hora: "Eran como las cuatro de la tarde" (v.
39). Es la hora en que el tiempo y lo eterno se encontraron en su vida. Y en
una decisión buena, correcta, se encuentra la voluntad de Dios con nuestra
voluntad; se encuentra el camino presente con el eterno. Tomar una decisión
correcta, después de un camino de discernimiento, es hacer este encuentro: el
tiempo con lo eterno.
Por lo tanto: el conocimiento, la experiencia, el afecto, la voluntad: son
algunos elementos indispensables del discernimiento. A lo largo de estas
catequesis veremos otras, igualmente importantes.El discernimiento —como he
dicho— implica un esfuerzo. Según la Biblia, no encontramos ante
nosotros, ya empaquetada, la vida que hemos de vivir: ¡No! Tenemos que
decidirlo todo el tiempo, según las realidades que se presenten. Dios
nos invita a evaluar y elegir: nos ha creado libres y quiere que ejerzamos
nuestra libertad. Por lo tanto, discernir es arduo.
A menudo hemos tenido esta experiencia: elegir algo que nos parecía bueno y en
cambio no lo era. O saber cuál era nuestro verdadero bien y no elegirlo. El
hombre, a diferencia de los animales, puede equivocarse, puede no querer elegir
correctamente. La Biblia lo demuestra desde sus primeras páginas. Dios da al
hombre una instrucción precisa: si quieres vivir, si quieres disfrutar de la
vida, recuerda que eres una criatura, que no eres el criterio del bien y del
mal, y que las elecciones que hagas tendrán una consecuencia, para ti, para los
demás y para el mundo (cf. Gn 2,16-17); puedes hacer de la
tierra un magnífico jardín o puedes convertirla en un desierto de muerte. Una
enseñanza fundamental: no es casualidad que sea el primer diálogo entre Dios y
el hombre. El diálogo es: el Señor da la misión, tú debes hacer esto y esto; y
el hombre a cada paso que da debe discernir qué decisión tomar. El
discernimiento es esa reflexión de la mente, del corazón que debemos hacer
antes de tomar una decisión.El discernimiento es agotador pero indispensable
para vivir. Requiere que me conozca a mí mismo, que sepa lo que es bueno para
mí aquí y ahora. Sobre todo, requiere una relación filial con Dios.
Dios es Padre y no nos deja solos, siempre está dispuesto a aconsejarnos, a
animarnos, a acogernos. Pero nunca impone su voluntad. ¿Por qué? Porque quiere
ser amado y no temido. Y Dios también quiere que seamos hijos y no esclavos:
hijos libres. Y el amor sólo puede vivirse en libertad. Para aprender a vivir
hay que aprender a amar, y para ello es necesario discernir: ¿Qué puedo hacer
ahora, ante esta alternativa? Que sea un signo de más amor, de más madurez en
el amor. ¡Pidamos, que el Espíritu Santo nos guíe! Invoquémosle cada día,
especialmente cuando tengamos que tomar decisiones. Gracias.
PAPA
FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles, 7 de septiembre de 2022
Catequesis sobre el discernimiento
II
Un ejemplo: Ignacio de Loyola
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Proseguimos nuestra reflexión sobre el discernimiento —en este tiempo
hablaremos cada miércoles del discernimiento espiritual— y para esto puede
ayudarnos hacer referencia a un testimonio concreto.
Uno de los ejemplos más instructivos nos lo ofrece san Ignacio de
Loyola, con un episodio decisivo de su vida. Ignacio se encuentra en casa
convaleciente, después de haber sido herido en batalla en una pierna. Para
liberarse del aburrimiento pide leer algo. A él le encantaban los libros de
caballería, pero lamentablemente en casa había solo vidas de santos. Un poco a
regañadientes se adapta, pero durante la lectura comienza a descubrir otro
mundo, un mundo que lo conquista y parece competir con el de los caballeros. Se
queda fascinado por las figuras de san Francisco y de santo Domingo y siente el
deseo de imitarles. Pero también el mundo caballeresco sigue ejerciendo su
fascinación sobre él. Y así siente dentro de sí esta alternancia de
pensamientos, los caballerescos y los de los santos, que parecen ser equivalentes.
Pero Ignacio empieza también a notar las diferencias. En su
autobiografía —en tercera persona— escribe así: «Cuando pensaba en aquello del
mundo —y en las cosas caballerescas, se entiende— se deleitaba mucho; mas
cuando después de cansado lo dejaba, hallábase seco y descontento; y cuando en
ir a Jerusalem descalzo, y en no comer sino yerbas, y en hacer todos los demás
rigores que vía haber hecho los santos; no solamente se consolaba cuando estaba
en los tales pensamientos, mas aun después de dejando, quedaba contento y
alegre» (n. 8), le dejaban un rastro de alegría.
En esta experiencia podemos notar sobre todo dos aspectos. El primero es
el tiempo: es decir, los pensamientos del mundo al principio son
atractivos, pero después pierden brillo y dejan vacíos, descontentos, te dejan
así, una cosa vacía. Los pensamientos de Dios, al contrario, suscitan al
principio una cierta resistencia —“Esto aburrido de los santos no lo leeré” —,
pero cuando se les acoge traen una paz desconocida, que dura mucho tiempo.
Aparece entonces el otro aspecto: el punto de llegada de los
pensamientos. Al principio la situación no parece tan clara. Hay un desarrollo
del discernimiento: por ejemplo, entendemos qué es el bien para nosotros no de
forma abstracta, general, sino en el recorrido de nuestra vida. En las reglas
para el discernimiento, fruto de esta experiencia fundamental, Ignacio pone una
premisa importante, que ayuda a comprender tal proceso: «En las personas que
van de pecado mortal en pecado mortal, acostumbra comúnmente el enemigo
proponerles placeres aparentes, tranquilizarles que todo va bien, haciéndoles
imaginar deleites y placeres de los sentidos, para conservarlos y hacerlos
crecer más en sus vicios y pecados; en dichas personas el buen espíritu actúa
de modo contrario, punzándoles y remordiéndoles la conciencia por el juicio
recto de la razón» (Ejercicios Espirituales, 314); pero esto no va bien. Hay
una historia que precede a quien discierne, una historia que es indispensable
conocer, porque el discernimiento no es una especie de oráculo o de fatalismo o
algo de laboratorio, como echar a suertes dos posibilidades. Las grandes
preguntas surgen cuando en la vida hemos hecho un tramo de camino, y es a ese
recorrido que debemos volver para entender qué estamos buscando. Si en la vida
se hace un poco de camino, ahí: “¿Pero por qué camino en esta dirección, qué
estoy buscando?”, y ahí se hace el discernimiento. Ignacio, cuando estaba
herido en la casa paterna, no pensaba precisamente en Dios o en cómo reformar
su vida, no. Él hace su primera experiencia de Dios escuchando su propio
corazón, que le muestra una inversión curiosa: las cosas a primera vista
atractivas lo dejan decepcionado y en otras, menos brillantes, siente una paz
que dura en el tiempo. También nosotros tenemos esta experiencia, muchas veces
empezamos a pensar una cosa y nos quedamos ahí y luego quedamos decepcionados.
Sin embargo, hacemos una obra de caridad, hacemos algo bueno y sentimos algo de
felicidad, te viene un buen pensamiento y te viene la felicidad, algo de
alegría, es una experiencia nuestra. Él, Ignacio, hace la primera experiencia
de Dios, escuchando al propio corazón que le muestra una curiosa inversión.
Esto es lo que nosotros tenemos que aprender: escuchar a nuestro propio
corazón. Para conocer qué sucede, qué decisión tomar, opinar sobre una
situación, es necesario escuchar al propio corazón. Nosotros escuchamos la
televisión, la radio, el móvil, somos maestros de la escucha, pero te pregunto:
¿tú sabes escuchar tu corazón? Tú te detienes para decir: “¿Pero mi corazón
cómo está? ¿Está satisfecho, está triste, busca algo?”. Para tomar decisiones
buenas es necesario escuchar al propio corazón.
Por esto Ignacio sugerirá leer las vidas de los santos, porque muestran
de forma narrativa y comprensible el estilo de Dios en la vida de personas no
muy diferentes de nosotros, porque los santos eran de carne y hueso como
nosotros. Sus acciones hablan a las nuestras y nos ayudan a comprender el
significado.
En ese famoso episodio de los dos sentimientos que tenía Ignacio, uno
cuando leía las cosas de los caballeros y otro cuando leía la vida de los
santos, podemos reconocer otro aspecto importante del discernimiento, que ya
mencionamos la vez pasada. Hay una aparente casualidad en los
acontecimientos de la vida: todo parece nacer de un banal contratiempo: no
había libros de caballería, sino solo vidas de santos. Un contratiempo que, sin
embargo, encierra un posible punto de inflexión. Tan solo después de algún
tiempo Ignacio se dará cuenta, y en ese momento le dedicará toda su atención.
Escuchad bien: Dios trabaja a través de los eventos no programables, ese por
casualidad, por casualidad me ha sucedido esto, por casualidad he visto a esta
persona, por casualidad he visto esta película, no estaba programado, pero Dios
trabaja a través de los eventos no programables, y también en los
contratiempos: “Tenía que dar un paseo y he tenido un problema en los pies, no
puedo…”. Contratiempo: ¿qué te dice Dios? ¿Qué te dice la vida ahí? Lo hemos
visto también en un pasaje del Evangelio de Mateo: un hombre que está arando un
campo se encuentra casualmente con un tesoro enterrado. Una situación
completamente inesperada. Pero lo importante es que lo reconoce como el golpe
de suerte de su vida y decide en consecuencia: vende todo y compra ese campo
(cf. 13,44). Os doy un consejo, estad atentos a las cosas inesperadas. Aquel
que dice: “pero esto por casualidad yo no lo esperaba”. Ahí te está hablando la
vida, ¿te está hablado el Señor o te está hablado el diablo? Alguien. Pero hay
algo para discernir, cómo reacciono yo frente a las cosas inesperadas. Yo
estaba tan tranquilo en casa y “pum, pum”, llega la suegra y ¿tú cómo
reaccionas con la suegra? ¿Es amor o es otra cosa dentro? Y haces el
discernimiento. Yo estaba trabajando en la oficina bien y viene un compañero a
decirme que necesita dinero y ¿tú cómo has reaccionado? Ver qué sucede cuando
vivimos cosas que no esperamos y ahí aprendemos a conocer nuestro corazón, cómo
se mueve.
El discernimiento es la ayuda para reconocer las señales con las cuales
el Señor se hace encontrar en las situaciones imprevistas, incluso
desagradables, como fue para Ignacio la herida en la pierna. De estas puede
nacer un encuentro que cambia la vida, para siempre, como el caso de san
Ignacio. Puede nacer algo que te haga mejorar en el camino o empeorar no lo sé,
pero estad atentos y el hilo conductor más bonito es dado por las cosas
inesperadas: “¿cómo me muevo frente a esto?”. Que el Señor nos ayude a sentir
nuestro corazón y a ver cuándo es Él quien actúa y cuándo no es Él y es otra
cosa.
PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles, 28 de septiembre de 2022
Catequesis sobre el discernimiento
III
Los elementos del discernimiento. La familiaridad con el Señor
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
Retomamos
las catequesis sobre el tema del discernimiento, —porque es muy
importante el tema del discernimiento para saber qué sucede dentro de nosotros;
sentimientos e ideas, debemos discernir de dónde vienen, dónde me llevan, a qué
decisión— y hoy nos detenemos en el primero de sus elementos constitutivos, es
decir, la oración. Para discernir es necesario estar en un
ambiente, en un estado de oración.
La oración
es una ayuda indispensable para el discernimiento espiritual, sobre todo cuando
involucra a los afectos, consintiendo dirigirnos a Dios con sencillez y
familiaridad, como se habla a un amigo. Es saber ir más allá de los
pensamientos, entrar en intimidad con el Señor, con una espontaneidad
afectuosa. El secreto de la vida de los santos es la familiaridad y confidencia
con Dios, que crece en ellos y hace cada vez más fácil reconocer lo que a Él le
agrada. La oración verdadera es familiaridad y confidencia con Dios. No es
recitar oraciones como un loro, bla, bla, bla, no. La verdadera oración es esta
espontaneidad y afecto con el Señor. Esta familiaridad vence el miedo o la duda
de que su voluntad no sea por nuestro bien, una tentación que a veces atraviesa
nuestros pensamientos y vuelve el corazón inquieto e inseguro o amargo,
también.
El
discernimiento no pretende una certeza absoluta —no es químicamente un método
puro, no, pretende una certeza absoluta—, porque se refiere a la vida, y la
vida no siempre es lógica, presenta muchos aspectos que no se dejan encerrar en
una sola categoría de pensamiento. Querríamos saber con precisión qué hay que
hacer, pero, incluso cuando sucede, no siempre actuamos en consecuencia.
Cuántas veces hemos vivido nosotros también la experiencia descrita por el
apóstol Pablo, que dice así: «no hago el bien que quiero, sino que obro el mal
que no quiero» (Rm 7,19). No somos solo razón, no somos máquinas,
no basta con recibir instrucciones para cumplirlas: al igual que las ayudas,
los obstáculos para decidirse por el Señor son sobre todo afectivos, del
corazón.
Es
significativo que el primer milagro realizado por Jesús en el Evangelio de
Marcos sea un exorcismo (cf. 1,21-28). En la sinagoga de Cafarnaúm libera a un
hombre del demonio, liberándolo de la falsa imagen de Dios que Satanás sugiere
desde los orígenes: la de un Dios que no quiere nuestra felicidad. El
endemoniado de ese pasaje del Evangelio sabe que Jesús es Dios, pero esto no le
lleva a creer en Él. De hecho, dice: «¿Has venido a destruirnos?» (v. 24).
Muchos,
también cristianos, piensan lo mismo: que Jesús puede ser el Hijo de Dios, pero
dudan que quiera nuestra felicidad; es más, algunos temen que tomarse en serio
su propuesta, lo que Jesús nos propone, signifique arruinarse la vida,
mortificar nuestros deseos, nuestras aspiraciones más fuertes. Estos
pensamientos a veces se asoman dentro de nosotros: que Dios nos está pidiendo
demasiado, tenemos miedo de que Dios nos pida demasiado, que realmente no nos
ama. En cambio, en nuestro primer encuentro vimos que el signo del encuentro
con el Señor es la alegría. Cuando encuentro al Señor en la
oración, me pongo alegre. Cada uno de nosotros se vuelve alegre, una cosa
hermosa. La tristeza, o el miedo, son sin embargo
signos de lejanía con Dios: «Si quieres entrar en la vida, guarda los
mandamientos», dice Jesús al joven rico (Mt 19,17). Lamentablemente
para ese joven, algunos obstáculos no le han consentido cumplir el deseo que
tenía en el corazón, de seguir más de cerca al “maestro bueno”. Era un joven
interesado, emprendedor, había tomado la iniciativa de ver a Jesús, pero estaba
también muy dividido en los afectos, para él las riquezas eran demasiado
importantes. Jesús no le obliga a decidirse, pero el texto señala que el joven
se aleja de Jesús «triste» (v. 22). Quien se aleja del Señor nunca está
contento, incluso teniendo a su disposición una gran abundancia de bienes y
posibilidades. Jesús nunca obliga a seguirle, nunca. Jesús te hace saber su
voluntad, con tanto corazón te hace saber las cosas, pero te deja libre. Y esto
es lo más bonito de la oración con Jesús: la libertad que Él nos deja. En
cambio, cuando nos alejamos del Señor permanecemos con algo triste, algo malo
en el corazón.
Discernir
qué sucede dentro de nosotros no es fácil, porque las apariencias engañan,
pero la familiaridad con Dios puede disolver suavemente dudas y temores,
haciendo nuestra vida cada vez más receptiva a su «amable luz», según la bonita
expresión de san John Henry Newman. Los santos brillan de luz refleja y
muestran en los gestos sencillos de su jornada la presencia amorosa de Dios,
que hace posible lo imposible. Se dice que dos esposos que han vivido juntos
mucho tiempo queriéndose terminan pareciéndose. Algo similar se puede decir de
la oración afectiva: de forma gradual pero eficaz nos hace cada vez más capaces
de reconocer lo que cuenta por connaturalidad, como algo que brota de lo más
profundo de nuestro ser. Estar en oración no significa decir palabras,
palabras, no; estar en oración significa abrir el corazón a Jesús, acercarse a
Jesús, dejar que Jesús entre en mi corazón y nos haga sentir su presencia. Y
ahí podemos discernir cuándo es Jesús y cuándo somos nosotros con nuestros
pensamientos, muchas veces lejos de eso que quiere Jesús.
Pidamos
esta gracia: vivir una relación de amistad con el Señor, como un amigo habla al
amigo (cf. S. Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, 53).
Yo conocí a un anciano hermano religioso que era el portero de un colegio y él
cada vez que podía se acercaba a la capilla, miraba el altar, decía: “Hola”,
porque tenía cercanía con Jesús. Él no necesita decir bla, bla, bla, no: “hola,
estoy cerca de ti y tú estás cerca de mí”. Esta es la relación que debemos
tener en la oración: cercanía, cercanía afectiva, como hermanos, cercanía con
Jesús. Una sonrisa, un gesto sencillo y no recitar palabras que no llegan al
corazón. Como decía, hablar con Jesús como un amigo habla a otro amigo. Es una
gracia que debemos pedir los unos por los otros: ver a Jesús como nuestro
amigo, nuestro amigo más grande, nuestro amigo fiel, que no chantajea, sobre
todo que no nos abandona nunca, tampoco cuando nos alejamos de Él. Él
permanece en la puerta del corazón. “No, yo de ti no quiero saber nada”,
decimos nosotros. Y Él se queda callado, se queda ahí cerca, cerca del corazón
porque Él siempre es fiel. Vamos adelante con esta oración, digamos la oración
del “hola”, la oración para saludar al Señor con el corazón, la oración del
afecto, la oración de la cercanía, con pocas palabras, pero con gestos y con
buenas obras. Gracias.
PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles, 5 de octubre de 2022
Catequesis sobre el discernimiento
IV
Los elementos del discernimiento. Conocerse a sí mismo
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Seguimos
tratando el tema del discernimiento. La vez pasada consideramos la oración como
su elemento indispensable, entendida como familiaridad y confidencia con Dios.
Oración, no como los loros, sino como familiaridad y confidencia con Dios;
oración de los hijos al Padre; oración con el corazón abierto. Esto lo vimos en la última catequesis. Hoy
quisiera, de forma casi complementaria, subrayar que un buen discernimiento
requiere también el conocimiento de uno mismo. Conocerse a sí
mismo. Y esto no es fácil. El discernimiento de hecho involucra a nuestras
facultades humanas: la memoria, el intelecto, la voluntad, los afectos. A
menudo no sabemos discernir porque no nos conocemos lo suficiente, y así no
sabemos qué queremos realmente. Habéis escuchado muchas veces: “Pero esa
persona, ¿por qué no arregla su vida? Nunca ha sabido lo que quiere…”. Sin
llegar a ese extremo, pero a nosotros también nos sucede que no sabemos bien
qué queremos, no nos conocemos bien.
En la base
de dudas espirituales y crisis vocacionales suele haber un diálogo insuficiente
entre la vida religiosa y nuestra dimensión humana, cognitiva y
afectiva. Un autor de espiritualidad señaló que muchas dificultades en
materia de discernimiento remiten a problemas de otro tipo, que deben ser
reconocidos y explorados. Así escribe este autor: «He llegado a la convicción
de que el obstáculo más grande al verdadero discernimiento (y a un verdadero
crecimiento en la oración) no es la naturaleza intangible de Dios, sino el
hecho de que no nos conocemos suficientemente a nosotros mismos, y no
queremos ni siquiera conocernos por cómo somos verdaderamente. Casi
todos nosotros nos escondemos detrás de una máscara, no solo frente a los
otros, sino también cuando nos miramos al espejo» (Th. Green, La cizaña
entre el trigo, Roma, 1992, 25). Todos tenemos la tentación de
enmascararnos también delante de nosotros mismos.El olvido de la presencia de
Dios en nuestra vida va a la par que la ignorancia sobre nosotros mismos
— ignorar a Dios e ignorarnos a nosotros—, la ignorancia sobre las
características de nuestra personalidad y sobre nuestros deseos más profundos.
Conocerse a
uno mismo no es difícil, pero es fatigoso: implica un paciente trabajo
de excavación interior. Requiere la capacidad de detenerse, de “apagar el
piloto automático”, para adquirir conciencia sobre nuestra forma de hacer,
sobre los sentimientos que nos habitan, sobre los pensamientos recurrentes que
nos condicionan, y a menudo sin darnos cuenta. Requiere también distinguir
entre las emociones y las facultades espirituales. “Siento” no es lo mismo que
“estoy convencido”; “tengo ganas de” no es lo mismos que “quiero”. Así se llega
a reconocer que la mirada que tenemos sobre nosotros mismos y sobre la realidad
a veces está un poco distorsionada. ¡Darse cuenta de esto es una gracia! De
hecho, muchas veces puede suceder que convicciones erróneas sobre la realidad,
basadas en experiencias del pasado, nos influyen fuertemente, limitando nuestra
libertad de jugárnosla por lo que realmente cuenta en nuestra vida.
Viviendo en
la era de la informática, sabemos lo importante que es conocer las
“contraseñas” para poder entrar en los programas donde se encuentran las
informaciones más personales y valiosas. Pero también la vida espiritual tiene
sus “contraseñas”: hay palabras que tocan el corazón porque remiten a aquello
por lo que somos más sensibles. El tentador, es decir el diablo, conoce bien
estas palabras-clave, y es importante que las conozcamos también nosotros, para
no encontrarnos ahí donde no quisiéramos. La tentación no sugiere
necesariamente cosas malas, sino a menudo desordenadas, presentadas con una
importancia excesiva. De esta manera nos hipnotiza con lo atractivo que estas
cosas suscitan en nosotros, cosas bellas pero ilusorias, que no pueden mantener
lo que prometen, y así nos dejan al final con un sentido de vacío y de
tristeza. Ese sentido de vacío y de tristeza es una señal de que hemos tomado
un camino que no era justo, que nos ha desorientado. Pueden ser, por ejemplo,
el título de estudio, la carrera, las relaciones, todas cosas en sí loables,
pero hacia las cuales, si no somos libres, corremos el riesgo de nutrir
expectativas irreales, como por ejemplo la confirmación de nuestro valor. Tú,
por ejemplo, cuando piensas en un estudio que estás haciendo, ¿lo piensas
solamente para promoverte a ti mismo, por tu interés, o también para servir a
la comunidad? Ahí se puede ver cuál es la intencionalidad de cada uno de
nosotros. De este malentendido derivan a menudo los sufrimientos más grandes,
porque ninguna de esas cosas puede ser la garantía de nuestra dignidad.
Por esto,
queridos hermanos y hermanas, es importante conocerse, conocer las contraseñas
de nuestro corazón, aquello a lo que somos más sensibles, para protegernos de
quien se presenta con palabras persuasivas para manipularnos, pero también para
reconocer lo que es realmente importante para nosotros, distinguiéndolo de las
modas del momento o de eslóganes llamativos y superficiales. Muchas veces lo
que se dice en un programa en televisión, en alguna publicidad que se hace, nos
toca el corazón y nos hace ir a esa parte sin libertad. Estad atentos a eso:
¿soy libre o me dejo llevar por los sentimientos del momento, o por las
provocaciones del momento?
Una ayuda
para esto es el examen de conciencia, pero no hablo del examen de
conciencia que todos hacemos cuando vamos a la confesión, no. Esto es: “He pecado
de esto, eso…”. No. Examen de conciencia general de la jornada: ¿qué ha
sucedido en mi corazón en este día? “Han pasado muchas cosas…”. ¿Cuáles? ¿Por
qué? ¿Qué huellas dejaron en el corazón? Hacer el examen de conciencia, es
decir, la buena costumbre de releer con calma lo que sucede en nuestra jornada,
aprendiendo a notar en las valoraciones y en las decisiones aquello a lo que
damos más importancia, qué buscamos y por qué, y qué hemos encontrado al final.
Sobre todo aprendiendo a reconocer qué sacia mi corazón. Porque solo el Señor
puede darnos confirmación de lo que valemos. Nos lo dice cada día desde la
cruz: ha muerto por nosotros, para mostrarnos cuánto somos valiosos a sus ojos.
No hay obstáculo o fracaso que pueda impedir su tierno abrazo. El examen de
conciencia ayuda mucho, porque así vemos que nuestro corazón no es un camino
donde pasa de todo y nosotros no sabemos. No. Ver: ¿qué ha pasado hoy? ¿Qué ha
sucedido? ¿Qué me ha hecho reaccionar? ¿Qué me ha puesto triste? ¿Qué me ha
puesto contento? Qué ha sido malo y si he hecho mal a los otros. Se trata de
ver el recorrido de los sentimientos, de las atracciones en mi corazón durante
la jornada. ¡No os olvidéis! El otro día hablamos de la oración; hoy hablamos
del conocimiento de uno mismo.
La oración
y el conocimiento de uno mismo consienten crecer en la libertad. ¡Esto es para
crecer en la libertad! Son elementos básicos de la existencia cristiana,
elementos preciosos para encontrar el propio lugar en la vida. Gracias.
PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles, 12 de octubre de 2022
Catequesis sobre el discernimiento
V
Los elementos del discernimiento. El deseo
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En estas
catequesis estamos repasando los elementos del discernimiento. Después de la
oración y el conocimiento de sí, es decir rezar y conocerse a uno mismo, hoy
quisiera hablar de otro “ingrediente”, por así decir, indispensable: hoy
quisiera hablar del deseo. De hecho, el discernimiento es una forma
de búsqueda, y la búsqueda nace siempre de algo que nos falta pero que de
alguna manera conocemos, tenemos el olfato.
¿Este
conocimiento de qué tipo es? Los maestros espirituales lo indican con el
término “deseo”, que, en la raíz, es una nostalgia de plenitud que no encuentra
nunca plena satisfacción, y es el signo de la presencia de Dios en nosotros. El
deseo no son las ganas del momento, no. La palabra italiana viene de un término
latín muy hermoso, esto es curioso: de-sidus, literalmente “la
falta de la estrella”, deseo es una falta de la estrella, falta del punto de
referencia que orienta el camino de la vida; esta evoca un sufrimiento, una
carencia, y al mismo tiempo una tensión para alcanzar el bien que nos falta. El
deseo entonces es la brújula para entender dónde me encuentro y dónde estoy
yendo, es más, es la brújula para entender si estoy quieto o estoy caminando,
una persona que nunca desea es una persona quieta, quizá enferma, casi muerta.
Es la brújula de si estoy caminando o si estoy quieto. ¿Y cómo es posible
reconocerlo?
Pensemos,
un deseo sincero sabe tocar en profundidad las cuerdas de nuestro ser, por eso
no se apaga frente a las dificultades o a los contratiempos. Es como cuando
tenemos sed: si no encontramos algo para beber, esto no significa que
renunciemos, es más, la búsqueda ocupa cada vez más nuestros pensamientos y
nuestras acciones, hasta que estamos dispuestos a hacer cualquier sacrificio
para apaciguarlo, casi obsesionados. Obstáculos y fracasos no sofocan el deseo,
no, al contrario, lo hacen todavía más vivo en nosotros.
A
diferencia de las ganas o de la emoción del momento, el deseo dura en el
tiempo, un tiempo también largo, y tiende a concretizarse. Si, por ejemplo, un
joven desea convertirse en médico, tendrá que emprender un recorrido de
estudios y de trabajo que ocupará algunos años de su vida, como consecuencia
tendrá que poner límites, decir algún “no”, en primer lugar, a
otros estudios, pero también a posibles entretenimientos o distracciones,
especialmente en los momentos de estudio más intenso. Pero, el deseo de dar una
dirección a su vida y de alcanzar esa meta —llegar a ser médico era el ejemplo—
le consiente superar estas dificultades. El deseo te hace fuerte, valiente, te
hace ir adelante siempre porque tú quieres llegar a eso: “Yo deseo eso”.
En efecto,
un valor se vuelve bello y más fácilmente realizable cuando es atractivo. Como
dijo alguien, «más que ser bueno es importante tener las ganas de serlo». Ser
bueno es algo atractivo, todos queremos ser buenos, ¿pero tenemos ganas de ser
buenos?
Llama la
atención el hecho de que Jesús, antes de realizar un milagro, a menudo pregunta
a la persona sobre su deseo: “¿Quieres ser curado?”. Y a veces esta pregunta
parece estar fuera de lugar, ¡se ve que está enfermo! Por ejemplo, cuando
encuentra al paralítico en la piscina de Betesda, que estaba allí desde hacía
muchos años y nunca encontraba el momento adecuado para entrar en el agua.
Jesús le pregunta: «¿Quieres curarte» (Jn 5,6). ¿Por qué? En
realidad, la respuesta del paralítico revela una serie de resistencias extrañas
a la sanación, que no tienen que ver solo con él. La pregunta de Jesús era una
invitación a aclarar su corazón, para acoger un posible salto de calidad: no
pensar más en sí mismo y en la propia vida “de paralítico”, transportado por
otros. Pero el hombre en la camilla no parecer estar tan convencido. Dialogando
con el Señor, aprendemos a entender qué queremos realmente de nuestra
vida. Este paralítico es el ejemplo típico de las personas: “Sí, sí, quiero,
quiero” pero no quiero, no quiero, no hago nada. El querer hacer se convierte
en una ilusión y no se da el paso para hacerlo. Esa gente que quiere y no
quiere. Es feo esto, y ese enfermo 38 años allí, pero siempre con las quejas:
“No, sabes Señor, pero sabes que cuando las aguas se mueven —que es el momento
del milagro— sabes, viene alguien más fuerte que yo, entra y yo llego tarde”, y
se queja y se queja. Pero estad atentos que las quejas son un veneno, un veneno
para el alma, un veneno para la vida porque no hacen crecer el deseo de ir
adelante. Estad atentos a las quejas. Cuando se quejan en familia, se quejan
los cónyuges, se quejan uno de otro, los hijos del padre o los sacerdotes del
obispo o los obispos de tantas otras cosas… No, si os estáis quejando, estad
atentos, es casi pecado, porque no deja crecer el deseo.
A menudo es
precisamente el deseo lo que marca la diferencia entre un proyecto exitoso,
coherente y duradero, y las mil ambiciones y los tantos buenos propósitos de
los que, como se dice, “está empedrado el infierno”: “Sí, yo quisiera, yo
quisiera, yo quisiera…” pero no haces nada. La época en la que vivimos parece
favorecer la máxima libertad de elección, pero al mismo tiempo atrofia
el deseo —quieres satisfacerte continuamente—, que queda reducido a
las ganas del momento. Y debemos estar atentos a no atrofiar el deseo. Estamos
bombardeados por miles de propuestas, proyectos, posibilidades, que corremos el
riesgo de distraernos y no permitirnos valorar con calma lo que realmente
queremos. Muchas veces encontramos gente —pensemos en los jóvenes, por ejemplo—
con el móvil en la mano y buscan, miran… “Pero tú ¿te paras a pensar?” – “No”.
Siempre extrovertido, hacia el otro. El deseo no puede crecer así, tú vives el
momento, saciado en el momento y no crece el deseo.
Muchas
personas sufren porque no saben qué quieren hacer con su vida; probablemente
nunca han tomado contacto con su deseo profundo, nunca han sabido: “¿Qué
quieres de tu vida?” – “No lo sé”. De aquí el riesgo de trascurrir la
existencia entre intentos y expedientes de diversa índole, sin llegar nunca a
ningún lado, o desperdiciando oportunidades valiosas. Y así algunos cambios,
aunque queridos en teoría, nunca son realizados cuando se presenta la ocasión,
falta el deseo fuerte de llevar adelante algo.
Si el Señor
nos dirigiera, hoy, por ejemplo, a cualquiera de nosotros, la pregunta que hizo
al ciego de Jericó: «¿Qué quieres que te haga?» (Mc 10,51),
—pensemos que el Señor a cada uno de nosotros hoy pregunta esto: “¿qué quieres
que hago yo por ti?”— ¿qué responderíamos? Quizá, podríamos finalmente pedirle
que nos ayude a conocer el deseo profundo de Él, que Dios mismo ha puesto en
nuestro corazón: “Señor que yo conozca mis deseos, que yo sea una mujer, un
hombre de grandes deseos”, quizá el Señor nos dará la fuerza de concretizarlo.
Es una gracia inmensa, que está en la base de todas las demás: consentir al
Señor, como en el Evangelio, de hacer milagros por nosotros: “Danos el deseo y
hazlo crecer, Señor”.
Porque
también Él tiene un gran deseo respecto a nosotros: hacernos partícipes de su
plenitud de vida. Gracias.
AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles, 19 de octubre de 20
Catequesis sobre el discernimiento
VI
Los elementos del discernimiento. El libro de la propia vida
Queridos hermanos y hermanas, ¡bienvenidos y buenos días!
En las
catequesis de estas semanas estamos insistiendo sobre las condiciones para
hacer un buen discernimiento. En la vida tenemos que tomar decisiones, siempre,
y para tomar decisiones debemos hacer un camino, un camino de discernimiento.
Toda actividad importante tiene sus “instrucciones” a seguir, que deben ser
conocidas para que puedan producir los efectos necesarios. Hoy nos detenemos en
otro ingrediente indispensable para el discernimiento: la propia
historia de vida. Conocer la propia historia de vida es un ingrediente ―digamos así―
indispensable para el discernimiento.
Nuestra
vida es el “libro” más valioso que se nos ha entregado, un libro que muchos
lamentablemente no leen, o lo hacen demasiado tarde, antes de morir. Y, sin
embargo, precisamente en ese libro se encuentra lo que se busca inútilmente por
otras vías. San Agustín, un gran buscador de la verdad, lo había comprendido precisamente
releyendo su vida, notando en ella los pasos silenciosos y discretos, pero
incisivos, de la presencia del Señor. Al finalizar este recorrido notará con
estupor: «Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te
andaba buscando; y deforme como era, me lanzaba sobre las bellezas de tus
criaturas. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo» (Confesiones X,
27.38). De aquí su invitación a cultivar la vida interior para encontrar lo que
se busca: «Entra dentro de ti mismo, porque en el hombre interior reside la
verdad» (De la verdadera religión, XXXIX, 72). Esta es una invitación
que yo haría a todos vosotros, también me la hago a mí mismo: “Entra en ti
mismo. Lee tu vida. Léete dentro, cómo ha sido tu recorrido. Con serenidad.
Entra en ti mismo”.
Muchas
veces también nosotros hemos tenido la misma experiencia que Agustín,
encontrarnos presos de pensamientos que nos alejan de nosotros mismos, mensajes
estereotipados que nos hacen daño: por ejemplo, “yo no valgo nada” ―y te vienes abajo―; “a mí todo me va mal” ―y te vienes abajo―; “nunca realizaré nada bueno”, ―y te vienes
abajo―, y así es la vida. ¡Estas
frases pesimistas que te echan abajo! Leer la propia historia significa también reconocer la presencia de estos
elementos “tóxicos”, pero para ampliar después la trama de nuestra historia, aprendiendo a
notar otras cosas, haciéndola más rica, más respetuosa con la complejidad,
logrando también recoger las formas discretas con las que Dios actúa en nuestra
vida. Una vez conocí a una persona que la gente que la conocía decía que
merecía el Premio Nobel por su negatividad: todo era malo, todo, y siempre
trataba de irse abajo. Era una persona amargada y, sin embargo, tenía muchas
cualidades. Y después esta persona encontró a otra persona que la ayudaba bien
y cada vez que se quejaba de algo, la otra decía: “Pero ahora, para compensar,
di algo bueno de ti”. Y él: “Pero, sí, … yo tengo también esta cualidad”, y
poco a poco le ha ayudado a ir adelante, a leer bien la propia vida, tanto las
cosas malas como las buenas. Debemos leer nuestra vida, y así vemos las cosas
que no son buenas y también las cosas buenas que Dios siembra en nosotros.
Hemos visto
que el discernimiento tiene un enfoque narrativo: no se detiene
sobre la acción puntual, la incluye en un contexto: ¿de dónde viene este
pensamiento? ¿Qué siento ahora, de dónde viene? ¿Dónde me lleva, esto que estoy
pensando ahora? ¿Cuándo he tenido la posibilidad de encontrarlo antes? ¿Es algo
nuevo que me viene ahora, o lo he encontrado otras veces? ¿Por qué es más
insistente que otros? ¿Qué me quiere decir la vida con esto?
El relato
de los acontecimientos de nuestra vida consiente también captar matices y
detalles importantes, que pueden revelarse como ayudas valiosas que hasta ese
momento estaban escondidas. Por ejemplo, una lectura, un servicio, un
encuentro, a primera vista considerados cosas de poca importancia, en el tiempo
sucesivo transmiten una paz interior, transmiten la alegría de vivir y sugieren
ulteriores iniciativas de bien. Detenerse y reconocer esto es indispensable.
Detenerse es reconocer: es importante para el discernimiento, es un trabajo de
recogida de esas perlas preciosas y escondidas que el Señor ha sembrado en
nuestro terreno.
El bien
está escondido, siempre, porque el bien tiene pudor y se esconde: el bien está
escondido; es silencioso, requiere una excavación lenta y continua. Porque el
estilo de Dios es discreto: a Dios le gusta ir escondido, con discreción, no se
impone; es como el aire que respiramos, no lo vemos nunca, pero nos hace vivir,
y nos damos cuenta solo cuando nos falta.
Acostumbrarse
a releer la propia vida educa la mirada, la afina, consiente notar los pequeños
milagros que el buen Dios realiza por nosotros cada día. Cuando nos damos
cuenta, notamos otras direcciones posibles que refuerzan el gusto interior, la
paz y la creatividad. Sobre todo, nos hace más libres de los estereotipos
tóxicos. Con sabiduría se ha dicho que el hombre que no conoce el propio pasado
está condenado a repetirlo. Es curioso: si nosotros no conocemos el camino
hecho, el pasado, lo repetimos siempre, somos circulares. La persona que camina
circularmente no va adelante nunca, no hay camino, es como el perro que se
muerde la cola, va siempre así, y repite las cosas.
Podemos
preguntarnos: ¿yo he contado mi vida a alguien alguna vez? Esta es una
experiencia hermosa de los novios, que cuando se lo toman en serio cuentan la
propia vida… Se trata de una de las formas de comunicación más hermosas e
íntimas, contar la propia vida. Esto permite descubrir cosas desconocidas hasta
ese momento, pequeñas y sencillas, pero, como dice el Evangelio, es
precisamente de las cosas pequeñas que nacen las cosas grandes (cf. Lc 16,10).
También las
vidas de los santos constituyen una ayuda preciosa para reconocer el estilo de
Dios en la propia vida: consiente tomar familiaridad con su forma de actuar.
Algunos comportamientos de los santos nos interpelan, nos muestran nuevos
significados y nuevas oportunidades. Y es lo que le sucedió, por ejemplo, a san
Ignacio de Loyola. Cuando describe el descubrimiento fundamental de su vida,
añade una aclaración importante, y dice así: «Cogiendo por experiencia que de
unos pensamientos quedaba triste, y de otros alegre, y poco a poco viniendo a
conocer la diversidad de los pensamientos, la diversidad de los espíritus que
se agitaban» (Autob., n. 8). Conocer qué sucede dentro de nosotros,
conocer, estar atentos.
El
discernimiento es la lectura narrativa de los momentos hermosos y de los
momentos oscuros, de los consuelos y de las desolaciones que experimentamos a
lo largo de nuestra vida. En el discernimiento es el corazón quien nos habla de
Dios, y nosotros debemos aprender a comprender su lenguaje. Preguntémonos, al
final del día, por ejemplo: ¿qué ha sucedido hoy en mi corazón? Algunos piensan
que hacer este examen de conciencia es hacer la contabilidad de los pecados que
has cometido ―cometemos muchos― pero también es
preguntarse “¿qué ha sucedido dentro de mí, he tenido alegría? ¿Qué me ha traído la alegría? ¿Me he quedado triste?
¿Qué me ha traído la tristeza? Y así aprender a discernir qué
sucede dentro de nosotros.
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